PARECE FUERA DE DUDA que los españoles acostumbramos a reconocer los méritos de nuestros paisanos más insignes cuando se han ido de este mundo. Leyendo muchas de las necrológicas que publican los diarios se da uno cuenta de que no pocos difuntos hubieran agradecido haber oído en vida lo que, en sus nuevas circunstancias, es altamente improbable que llegue hasta ellos. De modo que no estaría de más que cuando sepamos que alguien, noble o plebeyo, realiza bien su trabajo y contribuye a que los demás lleven una vida más feliz le otorguemos reconocimiento mientras aún ande por aquí. Sin pedirle nada a cambio, salvo, en todo caso, su gratitud.
Pero esa tendencia, ese retraso que suele manifestarse a la hora de reconocer que hay personas singulares que se esfuerzan por los demás, se torna en precipitación y premura cuando se trata de homenajear a algún preboste de la política. No hablo, claro está, de los tiempos de la dictadura, cuando apenas si había calles en pueblos y ciudades para repartir entre ellas los nombres de tanto gerifalte, empezando por el principal de ellos. No hablo de esa época, no. Hablo de nuestros días.
Siente uno vergüenza ajena al comprobar la falta de pudor con que algunos políticos de poca monta, de los de veinte en docena, proponen homenajes sin tino a viejos dinosaurios que, ensimismados en su histrionismo, no tienen reparo en recibir medallas, en que se ponga su nombre a las calles o en aceptar, mientras sueltan chascarrillos, tratamientos protocolarios que para sí quisiera la reina de Inglaterra. Que quienes ofrecen esos homenajes actúen así probaría la asunción por su parte de que es de bien nacidos ser agradecidos, pero que los merecedores de lápidas con su nombre en las plazas y medallitas en el pecho pensaran que esas lisonjas se deben a méritos auténticos probaría que la adulación sigue siendo música celestial hasta para quienes, tiempo atrás, cuando aún no se habían convertido en personajes, hubieran rechazado escandalizados tal posibilidad.