CUANDO, CASI DE NIÑO, pasaba uno por las que entonces le parecían grandes estaciones de ferrocarril, como la de Atocha en Madrid, o la de Delicias, a la que llegaban los trenes procedentes de Extremadura, le llamaban la atención los carteles que abundaban en sus paredes: "Ojo con los rateros", "Prohibido escupir"... Eran advertencias que hace poco hubieran parecido anacrónicas, propias más de la época de privaciones e ignorancia de las que nuestro país no acababa de desprenderse en aquellos años del pasado siglo que de los felices tiempos que empezamos a conocer en lo ochenta y los noventa. ¡Cómo imaginar, sin embargo, que tales avisos pudieran volverse a hacer necesarios hoy en día, cuando se les llena la boca a los políticos hablando de la sociedad digital, de trenes de alta velocidad, fibra óptica y zarandajas!
No lo digo por decir, sino basándome en lo que mis ojos me muestran, en lo que se oye en la calle y lee en los periódicos. Como, por ejemplo, que durante las ferias de Cáceres los robos de carteras y monederos han alcanzado cifras espectaculares. En la noche del pasado viernes, para concretar, quienes acudían a comisaría para denunciar que habían sido objeto de uno de esos hurtos tenían que hacer cola. Y, por lo visto, los autores de los desmanes no debían ser raterillos más o menos independientes, sino que parecían formar parte de grupos perfectamente organizados. No es de extrañar que locales de moda empiecen a advertir, como antaño, de la necesidad de cuidarse de los amigos de lo ajeno.
Pero no es cuestión de culpar a extraños y menesterosos sin distinciones de ese retorno al pasado. Es que camina uno por la calle y, a pocos metros de él, un joven que, sin duda, tiene estudios, puede que incluso universitarios, o un señor bien trajeado, escupen tranquilamente sobre la acera, dejando su huella apenas a unos centímetros de quienes les siguen. ¿Habrá que volver a poner los avisos de las viejas estaciones, aunque, eso sí, en enormes pantallas de plasma?
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