FUE HACE UNOS CINCO AÑOS cuando las aulas de los institutos extremeños se vieron sacudidas como si un terremoto hubiera tenido lugar en ellas como consecuencia de la que –se dijo– iba a constituir la mayor revolución experimentada por la educación pública en nuestra tierra: la instalación de un ordenador por cada dos alumnos. Se tiraron los pupitres anteriores, útiles y cómodos, que permitían colocar a los chicos según las circunstancias de cada día, se instalaron unos mamotretos anclados al suelo, en los que se empotraron unas pantallas ya entonces anticuadas por su tamaño e inmovilidad... Los dichosos ordenadores, todo el mundo lo sabe, han permanecido apagados durante la mayor parte de este tiempo y si ocasionalmente se han encendido ha sido para que los alumnos no alboroten en caso de ausencia de algún profesor, para ver las fotos de la última excursión o para hacer tiempo hasta la hora de salida. Las razones de este fracaso anunciado han sido muchas, pero desde mi punto de vista hay una fundamental: el profesor es insustituible por una máquina y todo aprendizaje exige un esfuerzo del alumno que va más allá de contemplar imágenes en una pantalla. Lo dice alguien que tuvo su primer ordenador en 1981.
Bueno, pues ahora, cuando el fiasco de aquel derroche ha sido tan evidente que en ningún lugar nuestros responsables educativos habían vuelto a mencionar lo que hace años pregonaban a los cuatro vientos (“somos la región más avanzada”, “los demás tendrían que aprender de nosotros”, etcétera), la Consejería de Educación ha decidido rizar el rizo dotando de un ordenador portátil a cada alumno de Secundaria.
No hay porqué dudar de la buena intención de nadie, pero cuando a la vista de un error un político no rectifica, sino que insiste una y otra vez en él, agrandándolo, la contumacia empieza a tener visos de grave incompetencia. Y eso debiera tener consecuencias si lo que primara en ciertos ámbitos fuera la eficacia y no la inmovilidad con la que se logra posar para la foto.
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