NADIE PONE EN DUDA la influencia de los medios de comunicación en sociedades como la nuestra, en las que el cuarto poder acaso sea más decisivo que los tradicionales poderes legislativo, ejecutivo y judicial, pues no se limita a hacerse eco de la opinión pública, elemento fundamental en las democracias, sino que la crea. Un ejemplo: hace unas semanas, un periódico madrileño, tras meses de liderar una feroz campaña de desprestigio contra el presidente venezolano –a la que dicen las malas lenguas que no han sido ajenos ciertos intereses económicos– informaba con aparente objetividad de que Hugo Chávez era el líder extranjero peor valorado por los españoles. ¡Claro! Pero esos españoles, como hemos señalado en otras ocasiones, también debieran ser puestos al día de las hazañas de individuos como el dictador de Zimbabue, Robert Mugabe, que usa los asesinatos como estrategia electoral, o el general Than Shwe, jefe de la Junta Militar birmana que entre fechorías y violaciones de los derechos humanos continúa dificultando la llegada de ayuda a las víctimas del ciclón que asoló ese país recientemente. ¿Son mejor valorados que Chávez?
En estos mismos días estamos teniendo una muestra muy cercana de cómo los medios pueden llegar incluso a crear un problema donde no lo hay o a agravar seriamente alguno que en principio no era de tanta trascendencia: durante el pasado fin de semana las televisiones no se cansaron de anunciar una y otra vez que con el anunciado paro de los transportistas (no huelga, que es cosa bien distinta), se corría serio riesgo de desabastecimiento de combustible en las gasolineras, de alimentos en los mercados... Consecuencia: enormes colas en unas y otros, consumos muy por encima de los habituales y, finalmente, el anunciado desabastecimiento.
Ignoro si los periodistas, al igual que los médicos con el juramento hipocrático, deben suscribir algún código deontológico antes de ejercer su profesión, pero si así no fuera estaría bien, creo yo, que alguien lo estableciera.
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