SI AL MISMÍSIMO SOLBES, al que no creo que se le pueda calificar de inculto, le ha costado trabajo utilizar la palabra más adecuada para referirse a lo que le sucede a la situación económica, y a la mismísima ministra de Igualdad, de la que no me consta el currículo, la ha retratado su carencia de conocimientos gramaticales al caer en ese ridículo “miembros y miembras” tan celebrado, no es de extrañar que a quien suscribe, que por no ser no es ni siquiera concejal (o concejala), le fallaran el otro día las neuronas o los tres dedos con los que teclea en el ordenador y hablara, en un lapsus antológico, bien aprovechado por algún internauta con ganas de incordiar, de código odontológico donde hasta un titulado en ESO sabría que debiera haber dicho deontológico. En todo caso, y en su descargo, podría alegar que también los odontólogos deben ajustarse a unas normas de deontología, ¿no? En fin...
Hablando en serio, es sorprendente el tipo de reacciones que columnas como esta a la que el lector tiene la amabilidad de prestar unos minutos de atención provocan en quienes las leen en Internet y se animan a escribir en ese mismo medio comentarios que son muy respetables, aunque no se compartan, cuando van acompañados de la identificación de los autores, pero que se convierten en algo despreciable cuando no se respaldan con el nombre y apellidos de quienes los escriben. Desde este punto de vista, la formidable y democrática vía que para emitir opiniones constituye la Red degenera en muchos casos en un recurso fácil para la agresión verbal, el insulto y la ofensa. La rotunda afirmación atribuida a algún parlamentario británico: “no estoy de acuerdo con lo que usted dice pero daría mi brazo para que nadie pueda privarle del derecho a decirlo”, sólo tiene sentido cuando el que la pronuncia se dirige a un interlocutor identificado. Dar un brazo por el derecho de alguien anónimo a insultar y ofender no sería signo de generosidad y amplitud de miras, sino más bien de soberana gilipollez.
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