PONGO LA TELE algo antes de las noticias y sintonizo el primer canal de Televisión Española. Tras quedarme pasmado ante el contenido de un engendro en forma de programa en el que se habla de los asuntos de cama o de la afición a la bebida de este o aquel personaje del mundo de la farándula, cuyo interés público debe ser enorme, en vista del tiempo que se les dedica, empieza, por fin, el telediario. El acontecimiento del día es la “jura o promesa” de los nuevos ministros, incluidas entre ellos las mujeres, que en esta ocasión son mayoría en el Ejecutivo. Hay que reconocerle a Zapatero audacia a la hora de adoptar ciertas medidas de gran valor simbólico. Siempre he pensado que ya que hay problemas cuya solución no depende exclusivamente de la voluntad de los gobernantes (hoy en día, los de tipo económico por ejemplo, de carácter global), en otros cuyo arreglo depende sólo de ella sí que debiera hacerse notar la orientación de quienes mandan. De modo que hay que congratularse de noticias como la referente a quién ha asumido, y en qué condiciones, el mando de una organización tan tradicional y machista como la de las fuerzas armadas.
Veo, pues, el acto de jura o promesa. Los Reyes no se muestran especialmente entusiasmados cuando, por enésima vez en su vida, contemplan el desfile ante ellos de los nuevos integrantes del Gobierno. Se diría que se aburren o, al menos, que no disfrutan tanto como cuando participan en unas regatas en aguas mallorquinas o asisten a una carrera de motos. Pero no es eso lo que más me llama la atención. Lo que hace que tenga que frotarme los ojos es que a unos centímetros de donde se colocan los ministros, junto a un libro en el que supongo impresa la Constitución, aparece un enorme crucifijo.
¿Un crucifijo? Pues sí, en efecto. Un símbolo tan respetable como totalmente improcedente en ese lugar. ¿No habíamos quedado en que el nuestro era un estado no confesional? ¿Y el día en que además de mujer, una ministra sea mahometana? ¿O eso es todavía imposible?
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