HOY MISMO, AL MEDIODÍA, en Cáceres, como supongo que sucederá en otras muchas ciudades, se celebrará un acto en conmemoración de la II República, aquella por la que muchos de nuestros padres y abuelos lucharon lealmente, la misma por cuya defensa dieron la vida –o les fue arrebatada– cientos de miles de personas honradas, de toda clase social y condición. La república del Azaña de “paz, piedad y perdón”, la de miles y miles de maestros cuya depuración supuso un lastre cultural del que sólo en tiempos muy recientes está recuperándose nuestro país. La de poetas excelsos, científicos extraordinarios, músicos insignes, de nombres conocidos, pero que no fueron sino unos pocos cientos que junto a miles y miles de compatriotas se vieron forzados al exilio para salvar la vida. Exilio en el que fueron recibidos con los brazos abiertos en países desde los que hoy vienen al nuestro personas de bien en busca de una forma legítima de ganarse el pan y no siempre son acogidas como sus antecesores lo hicieron con los españoles que huían del fascismo.
Hace poco, un amigo ya mayor, cacereño, me decía: “pero es que ni siquiera sé dónde fue enterrado mi padre”, un buen hombre fusilado como tantos otros en las tapias de nuestro cementerio y cuya viuda hubo de tragarse en silencio, por el bien de sus hijos, apenas niños, las lágrimas que no se le secaron en el resto de sus días. Y pedir que un derecho tan humano como ese, el de saber dónde están los restos de tu propio padre, se cumpla, es todavía tildado por algunos como manifestación de deseos de revancha, como prueba de un afán de venganza que sólo ojos ciegos pueden ver.
¿Que la conmemoración de hoy no debe deslindarse de la manifestación de que una monarquía nunca será, por su propia esencia, un régimen plenamente democrático? Pues sí, claro. Pero cuando uno acuda a mediodía al kiosco de la música del paseo de Cánovas, en Cáceres, lo hará sobre todo para recordar a tanta gente honrada cuya vida quedó truncada por la sinrazón y la barbarie.
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