ES DIFÍCIL SUSTRAERSE a las opiniones ajenas. Por mucho que cada cual procure tener su propio criterio en asuntos de una u otra índole, nadie es impermeable a lo que se dice a su alrededor. Quizás por ello en muchas ocasiones no buscamos la opinión diferente, enriquecedora, que nos haga modular la nuestra propia; la mayoría de las veces nos resulta más cómodo conversar sólo con quienes sabemos previamente afines. En una campaña electoral como la que termina dentro de unas horas eso se ha hecho especialmente manifiesto. Nadie acude ya a los mítines para escuchar opiniones ajenas, para averiguar qué de original lleva en sus alforjas este o aquel otro candidato. Se llenan las plazas de toros, los polideportivos, sí; pero lo hacen a base de convencidos, de invitados que a menudo parecen marionetas, monigotes que aplauden o saltan según el criterio de quien maneja las cuerdas.
Es quizás debido a ese temor a que una opinión diferente a la propia pueda obligar a un esfuerzo de reflexión que no siempre resulta cómodo, o una cierta desconfianza en la autonomía de cada ciudadano, lo que explica que sigan vigentes, hoy en día, en los tiempos que corren, cuando lo que sucede en un punto del planeta se conoce en sus antípodas en menos de un segundo, normas supuestamente protectoras de la libertad de voto que resultan grotescas. Me refiero, claro, a la prohibición de publicar encuestas en los cinco días previos a unas elecciones como las de mañana. ¿Por qué, por cierto, cinco días y no diez, o veinte? ¿Lo bueno ayer se convierte en malo hoy?
Imaginemos que alguien tuviera decidido votar al PP, por ejemplo, pero una encuesta dijera hoy que ese partido no tiene nada que hacer, salvo mandar al retiro a Rajoy y sustituirlo por la famosa lideresa (lo de Gallardón, con tal tropa, resulta inimaginable). ¿Se quedaría en casa ese hipotético votante o, en el colmo del absurdo, decidiría cambiar su voto y dárselo al PSOE o a IU? Si así viera la ley al ciudadano, sería mejor cambiarla, ¿no creen?