LO ATRIBUIRÉ A QUE la decrepitud me aceche. Sólo así podré entender una noticia leída en estas páginas hace unos días: “Los erasmus preparan una fiesta intercultural en el recinto hípico”. Me extrañó sobremanera que un lugar destinado a solaz y recreo de equinos y jinetes (añadamos amazonas, para no ser tildado de sexista) fuera actualmente cáliz de cultura e intercambio de criterios científicos y humanísticos entre gente universitaria; pero, claro, luego me di de bruces con la realidad. Lo “intercultural” no era lo que yo pensaba, más bien todo lo contrario. Porque, en efecto, durante la tarde del pasado jueves, si las previsiones de los organizadores del evento no fallaron, se habrían instalado en ese lugar “varias jaimas a modo de barra en las que se servirían las copas”; luego, se habría celebrado una “fiesta universitaria, con actuaciones como la de El Pulpo, ya de madrugada”. El Pulpo, tal y como suena.
Los tiempos, como diría Bob Dylan, están cambiando. Y aunque casi en todos los casos esté siendo a mejor, en otros no estoy tan seguro. En esta tierra parece que da miedo llamar a las cosas por su nombre. Y como lo cultural, ya se sabe, es algo que está muy de moda, que se lleva, podrá llamarse cultural a una fiesta en la que lo más importante es el precio de las bebidas. ¿Por qué no, si cultura son también las corridas de toros, especialmente si el picador abre un buen boquete en el cuerpo del astado, cultura es el despeñamiento de una cabra desde la torre de una iglesia o la tortura que en cierta famosa localidad obispal practican los lugareños lanzando al toro dardos con cerbatanas, antes de rebanarle con un cuchillo los testículos. ¿También lo será el botellón?
Ignoro lo que los estudiantes extranjeros que pasan unos meses entre nosotros dirán de vuelta en sus países, pero si explican lo que cuesta una dosis de cultura servida en vaso (5 euros, según el periódico), entonces seremos envidia no sólo de todo el mundo civilizado sino, especialmente, del sin civilizar.
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