CHARLABA HACE UNOS DÍAS con un amigo acerca de las reacciones que la postura beligerante de los obispos contra el Gobierno está despertando entre la gente. Si una muestra de ellas fueran los numerosos comentarios que dejan en la web de este periódico los lectores, cada vez que se producen novedades en esa guerra, habría que concluir que predominan las opiniones que rechazan la postura de la jerarquía eclesiástica. Son muy significativas las consideraciones, que se repiten con bastante frecuencia, de aquellos que, aun declarándose católicos practicantes, cuestionan la oportunidad de los reiterados pronunciamientos políticos de los obispos. Pronunciamientos que, desde luego, nadie, salvo el jesuítico (en todos los sentidos) portavoz de la Conferencia Episcopal Española, se atreve a calificar de neutrales, alegando que en las proclamas obispales no se mencionan las siglas de partido alguno. ¡Faltaría más!
En nuestra conversación surgió el nombre del abad de Monserrat, Josep Maria Soler, que en su homilía del pasado domingo manifestó que la Iglesia debe defender sus ideales “a través del diálogo y de la misericordia, y no de la confrontación”. Nos preguntábamos, mi amigo y yo, si sería imaginable una postura semejante en alguno de los responsables de la Iglesia católica en Extremadura. Desde luego, si a las pruebas hubiéramos de remitirnos, la conclusión sería que no. Adoptar una postura como la del monje catalán (fiel, por otra parte, a la tradición democrática de los frailes de Monserrat, manifestada ya en tiempos de la dictadura) constituiría en nuestra tierra un acontecimiento excepcional. Pero, ¿y en el caso de algunos destacados dirigentes políticos extremeños que se declaran católicos practicantes y como tales actúan en público, en una confusa mezcla de sus actividades privadas con las oficiales? ¿No debieran también ellos pronunciarse nítidamente sobre estos temas? ¿O prefieren nadar en la ambigüedad movidos a ello por alguna suerte de duda entre dos fidelidades?
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