SOY DE LOS QUE CREEN que en los resultados electorales de marzo de 2004 tuvieron una influencia decisiva los atentados cometidos en los trenes de cercanías madrileños, en los que perdieron la vida o resultaron gravemente heridas tantas personas, trabajadores y estudiantes en su mayoría. Tuvieron influencia porque una buena parte de quienes en condiciones normales se habrían abstenido de votar decidieron que no se podía soportar pasivamente la maniobra en la que se empeñaron Acebes y compañía al atribuir la autoría a ETA contra viento y marea, en la creencia de que eso les reportaría beneficios electorales. “Si ha sido ETA, barremos”, dijo algún preboste por aquel entonces. El voto de estas personas al PSOE fue, sin duda, un voto de castigo al PP.
¿Qué sucederá con esta capa del electorado el próximo 9 de marzo? Todas las estimaciones de resultados que se están publicando en las últimas semanas vaticinan una diferencia mínima entre los dos grandes partidos, de modo que serán los indecisos y los normalmente abstencionistas quienes determinarán el signo del Gobierno durante los próximos años. Ello quizás explique la guerra de ofertas en la que se han embarcado unos y otros. En el caso del PSOE, además, su oportunismo a la hora de propiciar la ilegalización de partidos vascos que cuentan con cientos de miles de votantes, buscando el apoyo de quienes en el resto de España piden mano dura, es difícilmente negable. Pero no todo debiera valer para captar votos. Detener a personas por convocar manifestaciones, dar ruedas de prensa o intentar participar en las elecciones recuerda tiempos de ingrata memoria. Y que las ilegalizaciones no eran tan urgentes ni estaban tan justificadas como quieren hacernos creer lo demuestran incluso las últimas decisiones al respecto del Tribunal Supremo.
No hay que votar pensando en el mal menor. Hay que votar (incluso en blanco) o abstenerse libremente, sin consideraciones utilitarias, sin prestar un voto que una vez entregado nadie te devolverá.
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