EXISTEN GRANDES ASUNTOS en los que los gobiernos de turno tienen poco margen de maniobra, con independencia de su orientación política. No es que yo crea, como ese aristócrata al que ha fichado el nuevo partido de Rosa Díez, que “izquierda y derecha son conceptos de hace dos siglos” (hay que agradecerle a este hombre, Álvaro de Marichalar, que para soltar semejante parida haya pospuesto su expedición para cruzar en moto acuática el Paso de Drake, en el Antártico), pero es cierto que si la economía mundial entra en un ciclo de decrecimiento, por ejemplo, el ministro de Hacienda sólo podrá poner paños calientes a la crisis, sin poder evitarla totalmente. Justamente por eso, porque hay asuntos cuya evolución no depende de la voluntad de los gobernantes, mientras que otros dependen exclusivamente de una decisión ejecutiva, es por lo que algunos somos comprensivos ante ciertas dificultades de Zapatero pero no entendemos muchas de sus tibiezas en temas como la Ley del Aborto, la financiación de la Iglesia católica, etcétera.
Tampoco se entiende que los ciudadanos padezcamos insuficiencias en el funcionamiento de la Administración fácilmente subsanables. Acabo de ser testigo de una anécdota que muestra hasta qué punto, al margen de los grandes asuntos de Estado, hay aspectos de nuestra vida cotidiana manifiestamente mejorables: Un amigo es enviado por el médico del Servicio Extremeño de Salud a un especialista. Sabe que no tiene nada grave, por lo que entiende que puedan pasar semanas antes de recibir la correspondiente citación, pero al cabo de dos meses, creyendo que ya ha esperado lo suficiente, acude a las oportunas dependencias. Allí le informan de que “ha tenido suerte”, pues su cita es justamente para el día siguiente; la comunicación que tendría que haberle llegado se ha extraviado.
¿Tan difícil resulta asegurarse de que los usuarios de los servicios públicos reciban los avisos que les conciernen? ¿No dependen esas cosas de la voluntad política de los gobernantes?
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