A FINALES DE LOS SETENTA, en la entonces Universidad Laboral de Cáceres (hoy convertida en un instituto más, aunque haya conservado su antiguo nombre) hubo un director (al que se llamaba rector, según la pretenciosa terminología de la época) que si al llegar al cargo despertó las ilusiones de profesores y alumnos, por su carácter supuestamente democrático, al poco se granjeó la enemistad y la inquina de todo el mundo por su forma arbitraria y estrafalaria de dirigir la institución. En aquella época La Laboral contaba con más de 2.500 alumnos, la mitad internos, dos escuelas universitarias, etcétera.
Hubo un momento en que el clima de tensión se hizo insoportable. Protestaban los alumnos, protestaba el personal no docente, protestábamos los profesores... Quien, a su llegada, iba a traernos la democracia, había defraudado a todo el mundo. Las urnas que, literalmente, mandó construir, yacían con telarañas en cualquier rincón, una verborrea incontenible suplantaba al diálogo... El centro se convirtió en una olla a punto de estallar y el rechazado personaje se vio obligado a convocar un claustro en cuyo orden del día figuraba como único punto una moción de confianza a la que él mismo se sometía. Que la tenía perdida era tan seguro como que dos más dos son cuatro, pero pese a ello la expectación era enorme.
Apenas abierta la sesión, el hombre tomó la palabra. Nunca, jamás, habré asistido a una representación tan magistral como la que puso en escena. Gesticuló, susurró, clamó y, finalmente, lloró como un niño cuando pidió perdón a quien hubiera ofendido y solicitó el voto a todos los presentes. Ganó por mayoría abrumadora. Ni siquiera quienes se dejaron embaucar por el histriónico personaje se explicaban que tal cosa hubiera podido suceder.
Me he acordado de ello al ver que Hillary Clinton ha vencido, contra todo pronóstico, en las recientes elecciones primarias en New Hampshire tras derramar en la televisión unas oportunas lagrimitas. Hay armas que nunca perderán su eficacia.
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