AUNQUE HACE TIEMPO que dejé de identificar la Justicia con una dama virtuosa de ojos cegados por una venda, no puedo evitar sorprenderme por muchas de las noticias relacionadas con ella. Se habla, por ejemplo, de victorias, en este o aquel otro alto tribunal, del sector conservador sobre el progresista o viceversa; se retrasan ad calendas grecas las obligadas renovaciones de este o aquel órgano de gobierno de los jueces; se recusa a un magistrado u otro buscando que la balanza (esa que las alegorías representan en equilibrio) se incline a diestra o siniestra... Bastaría a veces con sólo conocer la composición del tribunal para saber cuál será el sentido de una futura sentencia, especialmente si se refiere a un asunto político.
La Ley de Partidos es –no creo que nadie lo dude– una ley ad hoc, es decir, una ley “elaborada para una situación concreta, que no tendrá aplicabilidad más allá de esa situación”. Fue promovida en 2002 por el Partido Popular, entonces en el Gobierno, y aprobada con sólo 16 votos en contra, entre ellos los de Izquierda Unida. Se trata, pues, de una ley democrática, atendiendo a su proceso de aprobación, pero no deja de sorprender la flexibilidad, la discrecionalidad, podríamos decir, con que se aplica. Ayer mismo se acordó el inicio del proceso de ilegalización de los partidos ANV y PCTV, legales desde hace años. Y cabe hacerse algunas preguntas: ¿Se hubiera iniciado la ilegalización a un mes de las elecciones si no se temiera que 200.000 ciudadanos les dieran el voto? ¿No se tratará, en realidad, bajo una apariencia de respeto de los procedimientos, de una iniciativa oportunista que se toma justamente ahora para quitar argumentos al PP e impedir la libre representación política, en los órganos donde reside la soberanía popular, de muchas personas que estando en desacuerdo con la violencia –¿o hay 200.000 terroristas?– consideran que esos partidos les ofrecen una vía pacífica, por radical que sea, para participar en la vida pública.
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