POSEÍA EL PROFESOR Javier Marijuán, reciente y prematuramente fallecido, dos rasgos fundamentales que le caracterizaban como a pocos en su actividad profesional, que es la que como compañero suyo durante cerca de treinta años quisiera glosar en estas breves líneas. El primero, que era un amante radical del trabajo bien hecho. No había cometido que se propusiera –y luego hablaremos de algunos de los muchos que se marcó en su existencia– que no fuera enfocado bajo el prisma del rigor y la calidad. Se refiere el cantautor canadiense Leonard Cohen, al que él escuchaba a menudo, en una de sus más célebres canciones, a quienes “están oprimidos por las formas de la belleza”. Es posible que Javier, cada vez que oyera esa canción, desde sus años como estudiante en la Universidad de Valladolid, de la que luego fue profesor, pensara que él mismo se hallaba incluido en ese grupo de seres que no se conforman con cualquier cosa; merecedores, por cierto, no sé si de más admiración que respeto o viceversa. Es posible. Lo seguro es que si alguna vez ha existido un enemigo de la chapuza, ése fue él.
La segunda virtud de mi amigo Marijuán era su capacidad casi infinita para embarcarse en uno, otro y otro proyecto. Escribo de memoria, sin pretensión de exhaustividad, pero me vienen a la cabeza muchas de las empresas que Javier emprendió, siempre desde su condición de profesor de matemáticas en la Universidad Laboral de Cáceres. Había ganado dos premios nacionales Giner de los Ríos a la Innovación Educativa, así como otro, también de carácter nacional, relacionado con la música y la poesía; fue de los más activos organizadores, años atrás, de las primeras Escuelas de Verano de Extremadura, dedicadas a impulsar los entonces nacientes movimientos de renovación pedagógica; era coautor, con algún compañero de su departamento, de varios libros de texto; había desempeñado durante once años la dirección de un centro educativo —La Laboral— con más de 1300 alumnos... Y cuando, sin atender al reloj ni al calendario, ejercía en un cargo que le confería especial responsabilidad, como el último que he citado, no lo hacía desde el cómodo sillón de un despacho. Era capaz, por ejemplo, de subirse a un tejado defectuoso para comprobar por sus propios ojos qué obra había que acometer en él, y no se le caían lo anillos si viendo apurado al personal de comedor del instituto se ponía el primero, junto a ellos, a fregar platos.
Amante y difusor de la astronomía, de cuya enseñanza se encargó durante muchos cursos, supo contagiar esta pasión a compañeros y alumnos, hallándose muy ilusionado en los últimos tiempos con el proyectado planetario de Cáceres, cuya próxima construcción él mismo estaba propiciando... Recientemente, quiso acercarse a otra cara del complejo mundo de la educación, y hace unos meses obtuvo plaza como inspector técnico. Lo que más le gratificaba, en este su último puesto, era la oportunidad de conocer las necesidades de los colegios situados en pequeñas localidades rurales, esas a las que sólo llega la enseñanza pública. Porque era, y hay que decirlo abiertamente, un defensor a ultranza de todo lo público; pero sin poner nunca en riesgo, bajo ningún concepto, su radical independencia de criterio, su espíritu de hombre libre.
Escribí arriba que no quería ser exhaustivo y habré de cumplir mi propósito. Valga como colofón a estas urgentes líneas la manifestación de que si la valía de un hombre ha de medirse por la huella dejada en quienes lo hayan conocido, la del profesor Javier Marijuán ha sido tan grande que incluso él, tan exigente consigo mismo, no tendría más remedio que juzgarla de inmensa.
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