HACE MÁS DE 30 AÑOS, en diciembre de 1976, cuando Santiago Carrillo aún tenía que andar con peluca por las calles de Madrid y alguno de los actuales demócratas de toda la vida dudaban entre sacar brillo a sus correajes o meterlos en el baúl, un numeroso grupo de profesores españoles, la mayoría catalanes, pero también unos cuantos extremeños, visitamos Cuba. Nuestro objetivo era conocer el sistema educativo vigente en el país caribeño desde el triunfo de la revolución. Los avances en algo tan prioritario en aquellas tierras como la alfabetización de toda la población, lograda en un tiempo récord, o en el campo de los estudios universitarios, como los de medicina, ya eran reconocidos universalmente. De aquel viaje, me permitirá el lector que recuerde una sola anécdota, pues algo tiene que ver con la actualidad educativa en la España de nuestros días. Consistió ésta en que hallándonos los visitantes en una escuela rural, su joven director, animado de un impulso revolucionario que acaso le había cegado los ojos, se mostró extraordinariamente satisfecho porque, según nos dijo, mientras que el ministerio de educación, desde La Habana, había planificado para su escuela un porcentaje de éxito del 96%, ellos habían logrado mejorarlo hasta el 98%. Lo que a muchos de los presentes nos hizo pensar que si de lo que se trataba era de superar lo planificado, de modo que aprobaran cuantos más alumnos mejor, sin importar cómo, aún se podría haber llegado al 100%.
Sé que lo anterior es una simplificación, pero he recordado la anécdota al enterarme de los nuevos (¡otra vez novedades, Dios mío!) proyectos del Ministerio de Educación —esta vez el de España, no el de Cuba— sobre las condiciones en que los alumnos de bachillerato podrán pasar de un curso al siguiente. Desde luego, así es fácil acabar con el fracaso escolar. Y confío en que el lector sepa interpretar la ironía, que es un arma cuyo uso a veces depara sorpresas. Porque, en efecto, nada mejor para obviar lo que nos desagrada que cambiarle el nombre. Hace unas semanas, por ejemplo, nos anunciaron que en las calificaciones escolares habría que prescindir de la que siempre, aun utilizada con carácter excepcional, ha servido para poner de manifiesto la total falta de conocimientos, esfuerzo, interés, incluso presencia en las aulas, de determinados alumnos. El dichoso cero, vamos. ¡Qué ridículo temor a las palabras! En eso, lamento decirlo, parece que algunos legisladores aún no se hayan liberado del lenguaje franquista, que estipulaba que no había obreros sino productores; tampoco maestros, sino profesores de educación general básica; nada de enfermeros, sino ayudantes técnico sanitarios, ni mucho menos hospitales, convertidos en residencias. Bueno, pues ahora, cuando ya habíamos admitido que no existe el mal estudiante, sino el alumno diverso, ni el chico que no da un palo al agua, sino el desmotivado, tampoco va a existir el cero. Se ha escrito ya tanto sobre eso que no merecería la pena insistir, pero el nuevo y revolucionario invento del tebeo que han parido las preclaras mentes ministeriales nos vuelve a sacar de nuestro ensimismamiento. Ya saben: el alumno, pobrecito él, que suspenda cuatro o cinco asignaturas en el primer curso de bachillerato (todas menos esas a las que no hace falta poner nombre), para que no se sienta frustrado ni cercenado en sus derechos inalienables, podrá matricularse en diversas materias del curso siguiente. Como si estuviera en la universidad, vamos, y no recibiendo en los institutos unas enseñanzas básicas en las que difícilmente pueden separarse las churras de las merinas.
Está muy bien, y ahora sin ironía, que los chavales con más dificultades, con una formación inicial o unas condiciones sociales más desfavorables, reciban toda la ayuda que se les pueda prestar; es magnífico que el sistema escolar no los margine prematuramente, etcétera, etcétera. ¿Habrá alguna persona razonable que no defienda esos principios? Pero basta ya, por favor, de juegos de palabras, de malabarismos seudo pedagógicos, de enmascarar la realidad a base de cosmética y coloretes. Y empecemos de una vez a legislar pensando, también, en el mérito de los chicos, en quienes acuden a la enseñanza pública dispuestos a trabajar en aras de su progreso social y personal. Dejémonos de adoptar decisiones falsamente progresistas en las que ya no creen ni quienes las propugnan.
Pulsa aquí para descargar el artículo tal y como apareció publicado en la prensa.