HACE UNAS SEMANAS, con motivo de una pequeña reforma que había de realizar en mi domicilio, recibí la visita de un par de jóvenes trabajadores, ambos varones, vestidos de desigual manera: de forma convencional uno de ellos y con aspecto, digamos alternativo, piercings incluidos, el segundo. Ambos rondando la veintena. Los saludé cordialmente —la gente suele tratarte como tú la trates— y los acompañé al lugar en que habían de hacer su faena. De los dos chicos, apenas algo mayores que mis alumnos de bachillerato, uno me había devuelto el saludo muy educadamente, mientras que el otro había emitido una especie de gruñido que me esforcé en interpretar como su forma de dar los buenos días. Sea como fuere, al cabo de unos instantes los dejé en sus tareas y yo volví a las mías.
Pasada media hora, más o menos, me acerqué al lugar en el que estaban para interesarme por su quehacer y, de paso, mantener con ellos una breve conversación; sobre nada en especial, sino como una muestra de atención hacia quienes, a fin de cuentas, me estaban prestando un servicio. El joven que me había devuelto el saludo inicial de forma correcta respondió a mis preguntas con amabilidad exquisita y haciendo uso de una riqueza de léxico sorprendente en alguien de su edad; ojalá, me dije, muchos de mis alumnos, o incluso otras personas con titulaciones superiores, se expresaran con tanta propiedad y precisión. El segundo chico, en cambio, no dijo ni mu. Incluso, ante una observación mía sobre la conveniencia de que cuidara una operación que estaba realizando, respondió con cierta displicencia, de modo que hubo de ser su propio compañero quien le conminara a que la efectuara en las debidas condiciones. Aceptó a regañadientes y al final de la mañana, como la obra requería de dos jornadas, convinimos en cuándo volverían para terminar lo emprendido.
Pasado el plazo acordado y abierta la puerta tras una llamada, me encontré con sólo uno de los dos jóvenes de la vez anterior: el que se había mostrado más amable y de cuyo trato a los clientes su empresa podría sentirse satisfecha. Con algo más de confianza conmigo que en la primera ocasión, me preguntó cómo estaba, hizo alguna observación sobre lo adelantada que se presentaba este año la primavera y empezó a trabajar sin más pérdida de tiempo. No dejé pasar muchos minutos antes de volver junto a él para, abiertamente, felicitarle por su educación, por su forma de trabajar y, procurando ser prudente, comparar su actitud con la de su ausente colega. Le pregunté cuánto tiempo llevaba en nuestra ciudad —apenas cinco años, me dijo, a diferencia de su compañero, cacereño de nacimiento— y ante una pregunta mía sobre algo de geografía, lamentó no poder responderla, pues apenas, me dijo, si había ido a la escuela. Le hice notar, de nuevo, lo sorprendente que resultaba encontrarse con alguien que, tan joven como él, daba muestras de una educación tan excelente. La respuesta que me dio fue conmovedora. Me dijo, literalmente, que eso, la buena educación, se lo habían enseñando “en la casa”; en su lejana casa colombiana. Que allí, en Colombia, era normal enseñar a los niños a saludar correctamente cuando se entraba en algún sitio, a tratar con respeto a las personas mayores... Había tenido que emigrar desde su tierra, añadió, para poder ayudar a sus padres y hermanos. Lamentó no haber podido seguir por dicha causa estudios, salvo los muy elementales, como hubiera sido su deseo.
Y la frase esa, la de que la buena educación se la habían enseñado “en la casa” (para referirse al modesto hogar en que se crió en una zona rural de la enorme nación sudamericana), me hizo reflexionar sobre lo que aquí, en nuestro desarrollado país, en nuestra región, en nuestras aulas rebosantes de ordenadores, móviles y otras zarandajas, podemos o no hacer los profesores. Porque los docentes podremos enseñar, mal que bien, matemáticas o inglés, historia o tecnología; pero lo que nunca podremos hacer es lo que debieran hacer los padres en cada casa, lo que debieran trasmitir a los hijos desde la cuna. Lo que los profesores no podremos hacer será llevar a los niños, desde su más tierna infancia, por la senda del respeto a los demás, de la obediencia razonable al maestro y del cumplimiento de unas normas básicas y elementales de conducta. Eso, decididamente, hay que aprenderlo mientras se mama.