En cierta ocasión, en una clase de sexto de bachillerato, mi compañero de pupitre no se anduvo por las ramas y, sin previo aviso, espetó al pobre don José (que rondaría entonces los 40) qué era eso de la circuncisión del niño Jesús. El pobre don José, con la cara convertida en un tomate, solo acertó a improvisar algo sobre una extraña costumbre que, según nos dijo, tenían los judíos, consistente en arrancar un poquito de piel de la cabeza de los niños.
Él sabía que sabíamos, pero así eran aquellos tiempos: tiempos de secretos y mentiras.
En una clase de Preu, un año más tarde, la cuestión fue más peliaguda. Los pocos chavales que formábamos el grupo solíamos observar todas las tardes, antes de empezar las clases, la llegada al colegio, acompañando a quien suponíamos su hijo, de una esplendorosa señora que ocasionaba entre los algo salvajes cachorros alí presentes algunas reacciones que no seré yo quien detalle. Y en una de esas estábamos cuando llegó el cura.
El mismo compañero que ya un año antes había mostrado tanto interés por aquella rara costumbre judía, en esta ocasión eligió bala de mayor calibre: «Don José», le lanzó, «¿sigue siendo pecado desear a la mujer de tu prójimo?». No recuerdo la respuesta, pero sí que el compañero, cuyo nombre me reservo, fue expulsado del aula ipso facto.
Me encontré con el cura varios años después un día en la calle y tras acercarme a saludarle y conversar un rato muy afectuosamente con él, me dijo: «Bueno, Corcobado, y en la cuestión religiosa cómo andas? Mi respuesta, hoy, hubiera sido un poco menos dura: «Don José», le dije, «con las cosas que ustedes nos contaban cómo quiere que ande: más ateo que Voltaire». Creí que le daba un síncope.
Hoy he recordado con afecto a este buen hombre, que vivió en la modestia y cerca de los débiles.