9 de noviembre de 2012

El jubilado, la dama y los que salen (o no) del armario

LA ACCIÓN transcurre en una modesta tienda del centro de una ciudad provinciana. En un mostrador, a la izquierda de la entrada, un hombre que ya cumplió los 40 ofrece fruta y verduras a los vecinos. En el de enfrente, otro señor, algo mayor que el primero, vende quesos, salchichas, pollos...

En la tienda están siendo atendidas varias personas, mientras otras, no muchas, esperan su turno. Aparece en escena una nueva cliente, de aspecto inconfundible y edad inconmensurable, aunque ella se esfuerce en aparentar una juventud que hace tiempo se alejó. Por su vestimenta bien podría decirse que viene de una montería, pero la tan impoluta como gruesa capa de maquillaje en su rostro lo descarta.

– ¿La última?– pregunta

Un caballero de los que esperan, con aspecto de profesor de matemáticas, acaso jubilado, luciendo un bigote tan hermoso como encanecido, responde, mientras se señala ostensiblemente el mostacho:

– O el último, querrá usted decir

– ¡Vaya usted a saber! –replica la mujer– lo mismo ha salido usted del armario

– ¿Y qué? ¿Qué pasaría si hubiera salido del armario?

– ¡A todos esos habría que meterlos en la cárcel! ¡Unos degenerados, eso es lo que son, unos  degenerados!

Los vendedores y el resto de clientes observan la escena entre el asombro y la sonrisa

– ¿Usted cree, señora? ¿A la cárcel? ¿Me permite una pregunta?

– Hágala, hágala, responde con cierta altanería la moza


– ¿Usted será católica practicante, verdad?

– Sí, señor. A mucha honra

– ¿Y nunca se ha preguntado por qué Jesucristo tuvo solo apóstoles? ¿No le parece a usted curioso? ¡Todo hombres! A lo mejor, de vivir ahora, también él habría salido del armario.

A la señora casi le da un patatús.

-¡Calle, calle usted, no diga disparates, por el amor de Dios!

Los vendedores siguen el diálogo con indisimulado regocijo, pero sin atreverse a intervenir. No están los tiempos para perder clientes.

– ¿Y el Papa y los cardenales? ¿No se extraña usted de que no haya ninguna mujer entre ellos?– vuelve a la carga el jubilata.

El de la fruta se decide:

– Tiene usted razón– dice con timidez– ¿Por qué las mujeres no pueden ser sacerdotes?

La mujer está a punto del infarto, pero se atreve a defenderse con un argumento que le pega tanto como un traje de bombero:

– De todas formas estamos en una democracia y cada cual puede opinar lo que considere oportuno

– En eso estamos de acuerdo –responde con un punto de ironía el caballero, mientras se dispone a pagar el importe de su compra–. Pero, ¿sabe usted una cosa? Yo creo que ve Intereconomía más de la cuenta. Ponga otra cadena de vez en cuando. En todo caso, señora, le deseo muy buenos días– mientras tiende la mano que la católica, apostólica y provinciana estrecha sin dudarlo al tiempo que concede:

– Aunque no esté de acuerdo con lo que dice, he de reconocer que es usted un señor muy simpático

El aludido esboza una sonrisa, le agradece a la mujer sus palabras y tras despedirse de todos cordialmente lamenta no usar sombrero para, tras mirar de soslayo, habérselo calado.