11 de noviembre de 2011

El castigo de la indiferencia

ALGÚN lector pensará que me lo invento, pero hacía yo la otra mañana mi habitual ruta anticolesterol cuando, a la vista de algunos carteles electorales –pequeños los de Izquierda Unida, enormes los del PP (no vi ninguno del PSOE, palabra de honor)–, caí en la cuenta de que, en esta ocasión, a diferencia de otras, no había aparecido en la campaña el antaño indispensable Rodríguez Ibarra. ¿El peso de los años? ¿Una encomiable intención de dar paso a nuevos valores? ¿Una inoportuna gripe?

Como esos paseos matinales oxigenan el cerebro, a poco de reflexionar sobre el asunto me incliné por atribuir la ausencia en la pelea de persona tan combativa y de tanto predicamento como el expresidente a que, disconforme con la manera en la que sus correligionarios están llevando la cosa, hubiera optado por un prudente silencio. Mejor permanecer callado que discrepar de los amigos en una situación difícil y, mucho menos, defender algo en lo que no se cree.


Sería una postura respetable. Soy de quienes piensan que Rubalcaba fue la mejor elección posible para sustituir a Zapatero, desaparecido en combate, pero las circunstancias le están siendo tan adversas, las zancadillas que le han puesto tan de tarjeta roja, que incluso en el debate del otro día con Rajoy fue incapaz de desplegar todo su poder de convicción, atrapado por una liturgia encorsetada a la que debiera haberse negado y por una herencia plagada de deudas que pesa sobre él como una losa. Por muy buen orador que se sea, es imposible defender lo indefendible. Se entendería, pues, que un viejo león como Ibarra prefiriera no participar en la ceremonia.

Sin embargo, cuando al regresar a casa leí en este periódico que nuestro hombre sí iba a hacer campaña, pero en Ciudad Real, tuve que recomponer mis ideas. El enclaustramiento del veterano guerrero no era, pues, fruto de su desacuerdo con una política que juzgara desacertada. Tampoco de un deseo de mantener prudencia ante el abandono de principios que se dijeron irrenunciables y ahora yacen en el baúl de los recuerdos. Las razones eran más prosaicas, más de andar por casa: desacuerdos entre vecinos, disputas de familia, rencores no cicatrizados... Rechacé atribuirlas a que, a diferencia de la victoria, la derrota siempre sea huérfana.

Publicado en El Periódico Extremadura