SE HA ESCRITO tanto últimamente sobre la subida de impuestos que acaso sea ocioso opinar al respecto, pero aún pueden hacerse algunas consideraciones basadas, más que en los conocimientos fiscales de cada cual, en el sentido común; sobre todo para que no se confunda el silencio con el asentimiento. Especialmente ahora, cuando tras el vaivén de declaraciones contradictorias de varios miembros del Gobierno, aprobado ya el anteproyecto de Presupuestos Generales del Estado, ciertas conclusiones resultan evidentes.
La primera, que era falso que la subida no afectaría a las rentas del trabajo. Si la supresión de los 400 euros de deducción anual –aprobada en su día como “medida de impulso económico”– no supone que la mayoría de los contribuyentes vea reducida su nómina en unos 30 euros mensuales, entonces no se entiende nada. Pero, además, la subida del IVA producirá un incremento en el precio de bienes y servicios del 2%, con la consiguiente reducción del poder adquisitivo de los asalariados. Puede ser una medida necesaria, pero no está bien que se haya intentado engañar a la gente diciendo que los cambios sólo afectarían a los ricos; término, por otra parte, más propio de un mitin que de una discusión seria. En otros países, por cierto, lo que se ha hecho ha sido justo lo contrario: bajar el IVA. No juzgo la procedencia de una u otra medida, pero es chocante que bajo el pretexto de mantener las prestaciones sociales se aumente un impuesto que afecta especialmente a las rentas bajas.
La segunda consideración es que dada la altísima contribución de la economía sumergida al PIB (algunos la cifran en el 20%) y el enorme fraude fiscal existente en nuestro país, la subida tributaria se aceptaría de mejor grado si, en lugar de hacernos comulgar con ruedas de molino, se persiguiera eficazmente a los defraudadores. A nadie le gusta pagar impuestos, pero sería bueno que, si los pagamos, al menos nos trataran como adultos y no como a niños a los que se puede engatusar con un cuento chino.