AMABLE LECTOR: supongamos –ojalá no sea así– que mañana tuviera usted que acudir al médico. ¿Qué le importaría más, que éste fuera hombre o mujer o que gozara de merecido prestigio como galeno? Pregunta retórica, sin duda. A usted, como a mí, y como a todo hijo de vecino, nos importaría más la calidad de la asistencia que se nos prestara que el sexo de quien lo hiciera (hablo de sexo, excuso decirlo, como “condición orgánica, masculina o femenina, de los animales y las plantas”, según establece la Academia).
Supongamos ahora que usted es estudiante o tiene un hijo que lo sea. Si pudiera elegir sus profesores, ¿se fijaría especialmente en si son hombres o mujeres o más bien en sus méritos y experiencia docente? En efecto, coincido con usted. Incluso admito que las preguntas que le estoy formulando, más que retóricas, le parezcan ridículas.
Tercer y penúltimo ejemplo: va usted al cine y se dispone a pagar religiosamente su entrada. A la hora de elegir la película, ¿prima el sexo de quien la haya dirigido o su historial como realizador; su condición –masculina o femenina– o las críticas que del film haya podido leer y quiénes sean sus intérpretes? Seguimos estando de acuerdo.
Pero, querido amigo o amiga mía, vayamos al último caso: Ahora es usted ministro o ministra de Cultura de determinado país y dispone, pese a que corran tiempo de crisis, de abultados fondos para favorecer la producción cinematográfica, para subvencionar a quienes desean dirigir películas. ¿He de preguntarle en qué razones basaría usted la concesión de esas ayudas? ¿En si son hombres o mujeres los solicitantes? No, claro, usted no administraría de forma tan irresponsable el dinero de los ciudadanos. Usted, persona sensata, se basaría en la calidad de los proyectos que le presentasen y en los currículos de los solicitantes, no en su sexo. Usted subvencionaría a los mejores. Usted no haría demagogia. Usted, excuso decirlo, no se llamaría Ángeles González-Sinde ni el país del que le hablo sería España.