POR LIMITADA y modesta que, como en el caso de un servidor, sea la experiencia de escribir en los periódicos, se trata de una práctica que puede deparar sorpresas sin tino. Si uno escribe que ve la botella medio llena, por ejemplo, alguien dirá que está medio vacía, y viceversa. Si uno critica iniciativas de este partido político –pues para contar que el patio de su casa no es particular y cuando llueve se moja como los demás no considera que merezca la pena el esfuerzo– el de aquel otro le tildará de sectario; si se dice que algo es blanco, otro responderá que negro... Y no digamos nada si se intenta la ironía. Las interpretaciones pueden llegar a ser inverosímiles. Quizás se deba a la torpeza con la que uno se expresa, acaso a que cada lector lee lo que quiere leer... vaya usted a saber.
Sin embargo, cuando los grandes medios de comunicación nos agobian con acontecimientos que en muchas ocasiones son fuegos de artificio –véanse los despliegues planetarios con motivo del fallecimiento de cierto cantante o del fichaje de un famoso futbolista– es importante que la gente corriente, pero con criterio propio, por erróneo que pueda ser, se haga oír. Es importante sobre todo en el terreno de la política, de la política de cada día, para que quienes permanecen encerrados en capillitas sin contacto con el exterior sepan qué se piensa en la calle de sus decisiones. La libertad de expresión es uno de los rasgos fundamentales de una sociedad democrática. Cercenarla, dificultarla o no practicarla, es un atentado contra la propia democracia.
Naturalmente, la crítica debe ejercerse de forma respetuosa con las personas. No comparto esa idea tan manida de que todos los políticos sean iguales. Aunque tampoco pienso que todos se muevan por principios intachables. Precisamente por ello merece la pena correr el riego de equivocarse en público. Es preferible errar que asentir con el silencio cuando se considera, y ello ocurre con frecuencia, que ha de distinguirse entre galgos y podencos.