LA DECISIÓN del Tribunal Constitucional, revocando la sentencia previa del Tribunal Supremo y permitiendo a la candidatura encabezada por el dramaturgo Alfonso Sastre presentarse a las próximas elecciones al Parlamento Europeo constituye una de las noticias más esperanzadoras acontecidas en el panorama político español en los últimos años.
Un gravísimo defecto de nuestra democracia lo viene constituyendo la progresiva reducción del abanico político, en la mayor parte del territorio y debido entre otras causas a un sistema electoral injusto, a las dos opciones mayoritarias que, frecuentemente, discrepan más en aspectos formales que de fondo. Por no hablar de aquello a lo que parece haber sido reducida la actualidad política: el lamentable espectáculo que a menudo ofrecen nuestros representantes. Este presidente autonómico vendiéndose, si no por un plato de lentejas, sí por un buen paño; aquella deslenguada ministra, alimentando con sus desafortunadas declaraciones los argumentos contra la aprobación de importantes leyes; este antiguo dirigente, supuestamente retirado de la vida pública, admitiendo sin rubor aduladores homenajes de resonancias caciquiles tributados por quienes, al parecer, mucho deben agradecerle... Todo previsible, plano, según el guión preestablecido.
La decisión del Tribunal Constitucional da una ligera luz al panorama. Primero, porque aún permite creer en la división de poderes; segundo, porque pone al desnudo la progresiva adopción por parte del PSOE de conductas que suscribiría sin problemas el PP (no se olvide que, a fin de cuentas, la Ley de Partidos fue aprobada cuando gobernaba Aznar); tercero, porque da cauce a la pluralidad política e ideológica presente en nuestra sociedad...
Para algunos la sentencia del Constitucional otorga a las próximas elecciones un carácter democrático sin el cual la postura más responsable hubiera sido la abstención o el voto nulo. ¿O sólo hay que dejar que se exprese y ejerza sus derechos quien dice lo que nos gusta oír?