VEO LAS FOTOS de esos tipejos hoy de actualidad por la enésima trama de corrupción destapada en nuestro país, los veo disfrazados de sí mismos asistiendo a cierta boda en El Escorial o luciendo relojes de un tamaño más adecuado para el muro de una iglesia que para una muñeca, habanos en ristre, y concluyo, por tópica que sea la frase, que una imagen vale más que mil palabras.
La sensación que tanto robo produce en el común de los ciudadanos, supongo yo, y con independencia de ideologías, es la de hastío, la de pesadumbre. Manejan estos individuos, en conversaciones telefónicas que podían haber sido extraídas de El Padrino, cifras astronómicas, de las que ningún trabajador verá en su vida. Alardean de sus contactos, de cómo tienen a este o aquel cogido por donde más duele, sin posibilidad de que un ataque de esa rara enfermedad en sus círculos llamada honradez ponga en peligro el negocio. Mientras, los padrinos, los que les permiten el atraco, se espían entre sí, dedican dinero de los contribuyentes a sus intereses particulares, a buscar modos de chantajear al adversario, aunque luego todos posen juntos en la misma foto.
La corrupción no es un problema exclusivo del PP. Se da, se ha dado, en otros partidos, aunque no sería justo generalizar; sinceramente, creo que la mayoría de los políticos son honrados. Sin embargo, hay algo destacable en esta semana: la patética posición de un líder, Rajoy, que podría ser algún día –aunque, tal y como van las cosas, parece cada vez más improbable–, presidente del Gobierno. Esa sobreactuación suya del otro día, mostrándose cual inocente doncella mancillada, rodeado de un coro de figurantes con caras de circunstancias, fue, desde mi punto de vista, esclarecedora. Me recordó aquel dicho de que un tonto es quien, si se le señala la Luna, se queda mirando el dedo. A Rajoy alguien le muestra lo que tiene bajo la alfombra y le da una escoba y él la emprende a escobazos con quien le habla. Zapatero y sus amigos deben de estar frotándose las manos.