3 de enero de 2009

Terrorismo de Estado

LAS PALABRAS NO SON INOCENTES. O, por mejor decir, el uso que se hace de ellas. Un ejemplo muy frecuente en nuestros días lo proporciona el término terrorismo, que utilizamos casi siempre más en la segunda acepción del Diccionario de la Real Academia, “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror” que en la primera, “dominación por el terror”.
Desde luego, si un fanático, movido por supuestos motivos políticos, descerraja un tiro en la nuca a una persona porque no piense como él o porque no se pliegue a sus propósitos, o hace estallar un coche bomba en un edificio público, se le podrá llamar con toda propiedad gramatical terrorista. Ello con independencia de que su objetivo de infundir terror se lleve a cabo de forma alevosa, sin riesgo alguno para quien lo mantiene, o bien entregando incluso la propia vida. Esos jóvenes, fanatizados por ideas religiosas que, en Irak o muchos otros lugares, hacen estallar los cinturones que llevan adosados a sus cuerpos, repletos de dinamita, no son menos terroristas que el que pega a un tiro en la nuca. Aunque haya que aceptar que al menos, en aras de sus fines, entregan la vida.

Sin embargo, la segunda acepción a la que antes nos referíamos suele ignorarse por los medios de comunicación. Porque es cierto que la “dominación por el terror” no está al alcance de individuos o grupos más o menos organizados, de recursos limitados, pero sí de los estados, los militares de esos estados, que utilizando modernísimos e indestructibles aviones bombardean impunemente aldeas, ciudades, matando con sus misiles a centenares de personas, en Gaza o en Afganistán, pongamos por caso, todas inocentes, salvo que la presunción de inocencia pueda ignorarse según convenga. Esos estados, sus dirigentes, jefes de Gobierno, ministros, podrían ser calificados de terroristas con tanto o más acierto que el joven del cinturón explosivo, pero raramente los encontramos así tildados en periódicos y televisiones. Por el contrario, se les acoge amistosamente en recepciones oficiales en medio mundo, se les estrechan calurosamente las manos por dirigentes políticos, posan en fotos de familia… La hipocresía que ello supone clama al cielo.