QUE EL TRIBUNAL SUPREMO no es un nido de peligrosos izquierdistas parece difícilmente discutible. Más bien cabría pensar que si alguna ideología predominara entre sus miembros no sería precisamente la del radicalismo socialista. No hay nada más que ver, por cierto, la decoración del salón en que, cada año, se inaugura el curso judicial, con crucifijos al viejo estilo king size incluidos.
Pues bien, que la Sala de lo Contencioso Administrativo de ese tribunal haya resuelto por una mayoría aplastante que la asignatura de Educación para la Ciudadanía no vulnera el derecho de los padres a que sus hijos reciban la educación que ellos, los padres, deseen, pone de manifiesto, como se recoge hoy mismo en la prensa, que si el montaje creado acerca de esa materia por los obispos y asociaciones con ideas afines a ellos había alcanzado cierta repercusión fue porque el Partido Popular encontró en él un "buen tema con el que crear conflicto en el ámbito educativo". El ejemplo de la Comunidad Valenciana, donde se intentó vanamente que la disciplina en cuestión se impartiera en inglés, es suficientemente ilustrativo de lo que digo.
Ahora, con independencia de la opinión que a muchos nos merezca la introducción en los currículos escolares de una materia que recuerda a las viejas marías de antaño, es de esperar que tras la sentencia del izquierdista Tribunal Supremo, el arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco (en la foto, informalmente vestido, es saludado por Esperanza Aguirre), que calificó la obligatoriedad de cursar la asignatura de Educación para la Ciudadanía de inconstitucional, reconozca su error o bien, empeñado ya en el ridículo más espantoso, excomulgue a los jueces que tan integralmente lo han despojado de sus vestiduras, dejándolo en un despelote impropio de su dignidad y categoría.