ALGUNA LECTORA AMIGA, que no escatima las críticas a columnas como ésta, me recriminaba el otro día cierta tendencia a echar la vista atrás. Y hube de concederle la razón, aunque aduje atenuantes: a medida que pasan los años tiende a incrementarse la nostalgia por lo que fue... o por lo que no fue y pudo haber sido. Hoy mi amiga tendrá más argumentos, pues todo el circo mediático, por utilizar una de esas tontas expresiones al uso, montado en torno al fútbol me ha traído a la memoria no ya el célebre gol de Marcelino a la Unión Soviética en 1964, en un estadio en el que en lugar de reyes altos había un dictador bajito, que también conocía la importancia de la imagen, sino el día en que decidí dejar de acudir a los partidos. Fue más o menos por la misma época, en mis tiempos de estudiante en la Universidad de Zaragoza.
El equipo de fútbol de aquella ciudad había alcanzado un gran nivel –la delantera la formaban los cinco magníficos, expresión tomada del título de la famosa película de Yul Brynner– y los espectáculos que ofrecían en el estadio de la Romareda eran preciosos. Sobre todo para un chaval procedente de Extremadura, donde el nivel máximo de enfrentamiento se daba entre el Cacereño y el Badajoz en partidos que en algunas ocasiones habían de suspenderse tras las expulsiones de seis o siete jugadores.
En una ocasión se enfrentaba el Zaragoza con un equipo inglés y tras una gran jugada los británicos marcaron un gol bellísimo que aún veo en mi memoria. De forma instintiva, sin meditar bien en lo que hacía, me puse aplaudir. No debí hacerlo. Fue dar la primera palmada y decenas, cientos de pares de ojos inyectados en sangre, de los pasionales hinchas maños se clavaron en mí, mientras sonaban palabras ininteligibles, pero claramente amenazantes. “Una y no más”, me dije, mientras metía mis manos en los bolsillos. Y hasta la fecha, cuando pienso que los Reyes, los Príncipes, Zapatero, no han debido vivir experiencia semejante. ¡Ellos sí que han ganado el campeonato!
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