ME PERMITIRÁ EL LECTOR que utilice este medio para encauzar en la medida de lo posible la profundísima emoción que aún me embarga tras haber asistido, en la noche del pasado sábado, 19 de julio, al más conmovedor espectáculo que me haya sido dado presenciar en la vida: el concierto, recital, llamadlo como queráis, de Leonard Cohen en Lisboa. Hubo factores imprevistos que, por si el espectáculo en sí no contenía suficiente capacidad de emocionar, se añadieron al evento: Luna llena brillando sobre el Tajo, junto al cual se desarrolló el acontecimiento de cerca de tres horas, claveles rojos arrojados una y otra vez por el público sobre el escenario –pues en el único país en que una Revolución se hizo con flores, al fin, estábamos–, un Cohen magnético, elegante, cordial, con la sonrisa permanentemente en los labios, arrodillándose como un chaval de 15 años cuando en alguna de sus letras hacía súplicas amorosas, agitando los puños cuando clamaba contra injusticias de uno u otro tipo, descubriéndose –quitándose el sombrero– ante cualquiera de sus extraordinarios músicos cuando, tras algún "solo", quería reconocerles sus méritos. ¡Maravilloso, absolutamente inolvidable!
Imposible elegir una entre las decenas de canciones que interpretó. En muchas, el público, de todas las edades, internacional, con mayoría de españoles (entre ellos un buen amigo), coreaba los estribillos en una especie de ceremonia que no seré yo quien califique de religiosa, pero sí de profundamente humana y solidaria. La gente abrazándose (como dos espectadores próximos a mí, jovencísimos tanto ella como él, hicieron conmigo), llorando, entendiéndose aunque hablasen distintos idiomas...
Fui muy legal respetando las prohibiciones (luego convertidas en papel mojado) de acceder al recinto con cámaras de vídeo, por lo que sólo pude grabar unos fragmentos de no muy buena calidad con la cámara de fotos. He aquí un pequeño trozo de su celebérrimo "¡Aleluya!":