"LA VIDA ES LA RULETA en que apostamos todos”, rezaba la vieja ranchera mexicana. Y en la que –cabría añadir– siempre termina ganando la banca. Pero lo más tremendo es que según las casillas en que se detengan determinadas bolas, el afectado no será únicamente el forzoso jugador, sino miles, millones de personas.
En nuestro país existen órganos judiciales –perdonen los expertos mi imprecisión terminológica–, altos tribunales, cuya composición ha obedecido desde hace años a criterios estrictamente partidistas. Obsérvese que no hablo de criterios políticos, lo que sería razonable hasta cierto punto, sino partidistas; y si existe un caso en el que esa afirmación es irrefutable es en el del Tribunal Constitucional. La correlación de fuerzas en él ha estado tan bien fijada en los últimos tiempos que todo el mundo daba por descontado el resultado de las votaciones sobre leyes tan importantes como las del matrimonio entre homosexuales o el Estatuto de Cataluña, que habían sido recurridas por el Partido Popular. Lo de menos eran los argumentos de los recurrentes. Por otra parte, las recusaciones de magistrados planteadas en su día por PP y PSOE no han redundado en un mayor prestigio de tan importante órgano, a quien corresponde nada más y nada menos que el papel de interpretar la Constitución.
Pues bien, hace unos días la bola de la ruleta se detuvo caprichosamente, como suele hacerlo, en una casilla inesperada. Y falleció de manera repentina un conocido miembro del Tribunal Constitucional, del sector conservador. Y ese sencillo hecho, fortuito y azaroso, que nos puede ocurrir a cualquiera, va a condicionar la vida de millones de españoles durante décadas. Los periódicos que ya daban posibles resultados de futuras votaciones del tribunal, como si de vaticinar los goles en un próximo partido de fútbol se tratara, cambian ahora sus predicciones. Mientras, la bola sigue moviéndose. ¿No debiera proveerse la sociedad de instrumentos que la protegieran del caprichoso rodar de la ruleta?
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