ESCRIBIÓ UNA VEZ el recordado Vázquez Montalbán que a partir de los cuarenta todos éramos responsable de nuestro rostro. A esa edad, la generosidad o el egoísmo, la bondad o la maldad, la honradez o la deslealtad habrían trazado ya surcos definitivos sobre la piel de cada cual. Quizá, ahora que lo pienso, el celebrado escritor se limitara a recordar que la cara, en efecto, es el espejo del alma.
Es probable que con las sociedades, con los países, ocurra algo parecido: que al cabo de 30, 40 años de nacer (es decir: de ver reconocidas las libertades, los derechos de quienes las integran) cada nación sea responsable de su rostro. Aquí, en España, han pasado más de tres décadas desde que la dictadura desapareció. Ciertas lacras, ciertos comportamientos acaso justificados en su día por la desolación que en tantos terrenos, pero especialmente en el cultural y en el cívico, produjo el franquismo, hoy resultan incomprensibles y, cuando se dan, causan en el observador decepción y tristeza. Incluso, a veces, la sensación de que ciertas cosas no tienen remedio.
Firmaba el otro día el profesor Rodríguez Cancho un magnífico artículo sobre el incívico proceder de muchos jóvenes, manifestado en los destrozos, la suciedad que provocan en las vías públicas... Pero el problema no es sólo de gente apenas adolescente. Lo es de personas que nacieron con la democracia y, por tanto, ya debieran haber asimilado las obligaciones inherentes a vivir en una sociedad civilizada. Vas por la calle y observas gestos que tendrían que avergonzar a sus autores, como el de esa señora bien vestida que tras recoger un folleto de manos de un joven lo rompe en mil pedazos y lo arroja al asfalto. Lo observas en ese ejecutivo que al tomar el café matinal tira el envoltorio del azúcar al suelo. Lo ves, incluso en la desidia de concejales y alcaldesas que permiten la agresión continua de altavoces que te obligan a oír hasta en tu propia casa una propaganda zafia y torpe... Sí, a los cuarenta el espejo es inmisericorde.
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