A LA VISTA DE LAS CIRCUNSTANCIAS, los de la cáscara amarga nos reconocemos como una especie en vías de extinción. Los pocos ejemplares que vamos quedando, acosados por razas más astutas, de colmillos más afilados, de estómagos más felices, hemos de refugiarnos en nuestras guaridas prehistóricas para poder sobrevivir en un medio cada vez más hostil. Ya sólo nos queda rumiar nuestro rencor por las esquinas.
Nunca participamos en ciertas ceremonias de la grey, nuestras pupilas olfativas siempre fueron alérgicas al incienso y al agua bendita y la música militar, como al inolvidable cantautor, nunca nos hizo levantar. Pero, antes, esos rasgos no suponían que nos considerásemos seres extravagantes, lunáticos fuera de órbita. Cuando veíamos acudir en masa a ciertas celebraciones respetábamos sinceramente que las supersticiones, por mucho que se enmascararan bajo la capa de la tradición, hallaran acomodo entre la gente sencilla. Incluso hubo una época en que tal forma de ver las cosas tuvo visos de prevalecer sobre miradas vetustas. Antes. Ahora, nuestra condición de singulares se hace cada vez más pronunciada. No estamos en las fotos en las que se muestran, sin aparente vergüenza, nuestros antiguos compañeros. Como ellos han hecho con su rostro, suponemos que con sufrimiento, nosotros hemos asumido nuestra marginalidad, nuestra condición de estrafalarios, de espectadores de una comedia grotesca. Pese a ello, cuando uno lee en este periódico, en referencia a cierta talla religiosa: “Hoy, todo Cáceres a Fuente Concejo; por vez primera otra mujer (sic), la alcaldesa, la recibe”, piensa que ha de ir al loquero, a que lo mire. Pues una de dos: o a estas alturas de la vida no entiende lo que lee –¡ese todo, madre mía!– o sus recuerdos de infancia, los paseos por cursilandia, los intercambios de aventuras del Cachorro y el Capitán Trueno en la plaza Mayor, las diarias subidas de la cuesta del Paideuterium, son falsos recuerdos y creyéndose cacereño debe ser de Pensilvania, por lo menos.
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