ESCRIBÍA RECIENTEMENTE en su blog el columnista de este periódico Javier Figueiredo sobre el reportaje que un semanario portugués ha dedicado a si el primer ministro luso, José Sócrates, habla español. Al parecer, el político socialista no domina el castellano aunque, cuando las circunstancias lo aconsejan, se expresa con bastante soltura en nuestro idioma.
Quien suscribe, lamentablemente, no conoce la lengua de Camões, pero cada vez que visita el hermoso país vecino, cada vez que pierde el aire en las empinadas cuestas lisboetas o coincide con los parroquianos de una de sus tabernas, cada vez que degusta uma bica en una de las miles de pastelarias en las que, a cualquier hora, personas de toda edad y condición saborean el magnífico café que sirven en ellas, se esfuerza por decir unas palabras en el idioma local, por mal que las pronuncie y por defectuoso que sea su acento. Los portugueses son extremadamente amables y bastará con que observen que un español intenta hablar un poquito en su idioma para que extremen su cortesía, para que incluso se esfuercen, ellos, que están en su tierra, por decir algo en la lengua del visitante.
Recuerdo los años de la Revolución de los claveles, que tantas esperanzas suscitó entre los demócratas españoles. Visitar Lisboa era experiencia única, sus plazas eran parlamentos improvisados y bastaba con que alguien observara que el oyente era español para que le llovieran las atenciones. Le invitaban a una copita de bagaceira, el fortísimo aguardiente, le soltaban, con tan buena voluntad como desconocimiento de las connotaciones del saludo, un tremendo ¡Arriba España!... Aquí, la gente de orden, los mismos que se escandalizan hoy si un concejal no se presta al paripé de asistir a una procesión, advertían a voz en grito sobre los peligros de visitar el país amigo. Aquello, decían, era un caos, una anarquía, y a los españoles poco menos que nos asaltaban y descuartizaban. De ser por estos carcamales, Salazar y Franco seguirían vivitos y coleando.
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