AQUEL PROFESOR era una enciclopedia andante o, al menos, eso creíamos ingenuamente los chavales a los que lo mismo nos explicaba francés que geografía, ciencias naturales que física y química. La mayor parte del tiempo lo dedicaba en clase a preguntarnos la lección: nos sacaba a la pizarra en grupos de cinco y, siguiendo el orden del programa que llevábamos en la mano, que previamente nos había vendido junto al libro de texto, recitábamos frases de memoria, sin saber en muchos casos qué decíamos. Además, como el orden en que interveníamos solía coincidir con el de la lista de alumnos, a poco que recordáramos dónde habíamos terminado en la clase anterior resultaba fácil saber qué pregunta nos tocaría al día siguiente. Me río yo de los peces de colores cuando se habla ahora de la escasa preparación de nuestros jóvenes. Cualquier lector de mi generación podría contar anécdotas que hoy resultarían increíbles; aquellos libros de biología mutilados en determinados colegios religiosos, por ejemplo...
En cierta ocasión, servidor –como, por cierto, se respondía cuando te nombraban– había calculado la pregunta que le correspondería y tenía memorizadas las pocas líneas con las que el árido libro de texto respondía a no sé qué; la lista de los reyes godos o los afluentes del Ebro, supongo. El profesor nombró a varios para que saliéramos a la pizarra, con la mala fortuna de que alteró el orden que habíamos previsto y uno mismo, que tendría que haber sido el primero en intervenir, quedó en otro lugar. Eso significaba no poder responder, permanecer en silencio, ganarse un rotundo cero. Ni corto ni perezoso, el entonces joven estudiante que uno era, apenas levantado de su pupitre y camino todavía de la palestra, no pudo contenerse y empezó a recitar la respuesta a una pregunta que nadie le había hecho. La única que llevaba aprendida.
En aquella época aún no había debates electorales en televisión y una de las más celebradas secciones de la revista La Codorniz era Diálogo de besugos.
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