ADMITO, AUN CON ESFUERZO, que quienes se dedican a la actividad política se vean obligados a simplificar su discurso, ateniéndose a los tres o cuatro tópicos que se les dictan, no arriesgándose bajo ningún concepto, pues en ello les va la vida, a opinar con criterio propio. No parece que las actitudes críticas, la confrontación de pareceres, sean la tónica dominante en, al menos, los dos grandes partidos políticos. Y eso, la repetición automática de consignas previamente emanadas desde la cúpula de cada organización, se hace especialmente agudo en períodos electorales. El recurso a la idea simplona, al juego de palabras que otorgue unos titulares de prensa al día siguiente, la contemplación del elector como mero consumidor de una mercancía con fecha de caducidad muy cercana, es pan nuestro de cada día, si me permiten la expresión. Tiene razón Llamazares cuando señala que PP y PSOE llevan camino de convertir “la democracia deliberativa en una democracia espectáculo”. ¿Sucederá que esos comportamientos sean inevitables y constituyan la cruz de un sistema político cuya cara nos está permitiendo convivir en relativa armonía a los españoles, pese a las enormes diferencias ideológicas existentes en nuestra sociedad?
Hay sin embargo entre ciertos políticos a sueldo comportamientos menos aceptables. Así, el que consiste en atribuir intereses espurios a quienes, obrando con criterio propio, ponen en cuestión algunas verdades de las que ellos pretenden vendernos. Una muestra de eso se produjo hace unos días cuando el secretario de Economía y Empleo del PP exigió a un organismo público tan prestigioso como el Instituto Nacional de Estadística “prudencia” al publicar datos en período electoral; y ello porque las últimas cifras sobre el PIB desmienten el catastrofismo del que el PP hace gala. La presidenta del INE acertó en la respuesta: “Estamos en período electoral y los partidos están a lo que están”. A lo que están lo sabemos todos, pero al menos debieran disimularlo un poquito.