2 de enero de 2008

Sarkozy no es De Gaulle

AUNQUE A DIFERENCIA de Franco, su colega en la profesión militar, nunca tuvo el brazo incorrupto de monja alguna en su dormitorio, si le llegan a decir al general De Gaulle, presidente de la V República Francesa, cuya única actividad social era la asistencia a misa en Colombey les Deux Eglises, si le llegan a decir, repito, que un sucesor suyo en el Palacio del Elíseo se iba a ir de viaje de fin de semana con una amiga a Egipto, donde, vestido con un chándal barato, se le iba a ver amartelado con ella, dando carnaza a todas las revistas mal llamadas del corazón, si se lo llegan a decir a De Gaulle, hubiera renunciado al cargo y se hubiera retirado con su santa esposa a un convento.

Y no es para menos. Vivimos unos días en los que incluso grandes personajes son incapaces de mantener el tipo ante el irresistible imán de las pantallas. Lo importante es aparecer en ellas, sea viajando a un remoto país en labores supuestamente humanitarias, sea aterrizando brevemente aquí o allí para hacerse un par de fotos, sea haciendo gala de nuevas conquistas amorosas. Y lo peor no es que estas personas pongan su vida privada en la almoneda del chismorreo, lo peor es que grandes medios informativos, que hasta fechas recientes tenían bien merecida fama de seriedad, van perdiendo poco a poco ese prestigio –todo sea por el beneficio– ocupando porcentajes cada vez mayores de sus páginas, de sus minutos de emisión, en cultivar este periodismo amarillo que parece ser el único que interesa a los lectores. No sucede nada en el mundo, en efecto, que pueda preocupar más a una audiencia concienzudamente preparada para ello, que los ires y venires de Sarkozy, de la Bruni o del ínclito Tony Blair, cuya conversión al catolicismo también está siendo muy comentada.

Pero sucede que este tipo de noticias tienen una vida media muy corta. Los lectores (o contempladores de imágenes, más bien) necesitan dosis cada vez mayores de esta droga. Y, así, los suplementos en colorines de los periódicos terminarán fagocitando a sus progenitores, los programas de televisión que muestran la vida íntima de quienes se prestan a ello terminarán absorbiendo todo lo que no sea fútbol y publicidad, y los escasos individuos cuyo sentido de la vergüenza no haya sido totalmente eliminado, tendrán que acudir a las hemerotecas para recordar, con nostalgia, aquellos tiempos en que la prensa y los otros medios procuraban mejorar el mundo. O, al menos, no convertirlo en un circo.

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