LO OÍMOS CADA VEZ que ETA comete un atentado: “con la violencia nunca conseguirán nada”. Y es probable que ello sea cierto, aunque no hayan sido las actitudes pacíficas precisamente, sino las bélicas y las revolucionarias, las que han conformado el devenir de la historia. Es un terreno ese, el histórico, que será mejor dejar a sus estudiosos, pero no creo que tópicos como el mencionado sirvan para explicar cómo surgieron las naciones o cómo cambiaron los regímenes políticos. Hay ejemplos tan cercanos de ello que no parece necesario entrar en detalles. Aquí sufrimos una dictadura que no nació, creo yo, de unas elecciones; o allí, en la antigua Yugoslavia, un movimiento que hace nada era tildado de terrorista está a punto de conseguir la independencia de Kosovo.
Nada de eso va a ocurrir en España, desde luego. La inmensa mayoría de los ciudadanos, incluidos los vascos, rechazamos el tiro en la nuca como medio de obtener lo que las urnas nieguen y, desde esa perspectiva, la inutilidad de la violencia parece indiscutible. Pero a la vista de algunos comportamientos observados en los últimos días, no me atrevería yo a mantener que ETA no logre absolutamente nada cada vez que aprieta el gatillo. Es duro decirlo, pero así son las cosas.
El lunes pasado, por ejemplo, se celebraron concentraciones en las puertas de ayuntamientos y otras instituciones para solidarizarse con las víctimas del último atentado. Y ya ven: graves insultos al presidente del Gobierno, ofensas a algún concejal madrileño por su condición sexual, profusión de términos tabernarios, ampliación incluso de “la brecha abierta entre el PP y la Asociación de Víctimas del Terrorismo”... En estas mismas páginas se atribuía ayer a los etarras la “miseria de la carencia de valentía entre las piernas”. ¿Argumentos de carácter genital, pues? Si lograr que personas a las que cabría suponer razonables y sensatas se expresen de tal guisa no constituye un éxito de la violencia, que alguien me explique de qué se trata.
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