CUANDO UNO ERA estudiante universitario, en tiempos tan remotos que se van diluyendo en el recuerdo, una papeleta, como dice el bendito Diccionario de la RAE, hoy tan fácilmente accesible desde cualquier pantalla de ordenador, era el “papel que el alumno entrega al profesor el día del examen para que anote en él la calificación obtenida”. He dicho lo de universitario no por vanidad, que sería ridícula, sino porque era sólo allí, en la universidad, donde se utilizaba el procedimiento de marras. La costumbre era que el alumno, si la calificación le era favorable, diera un duro de propina al bedel. El típico estudiante estilo Casa de la Troya, de los que aún quedaban ejemplares, cuando recibía algún cate se las apañaba para falsificar esos pequeños documentos y hacerles creer a sus padres que estaba a punto de finalizar la carrera, aunque tuviera por superar diez u once asignaturas a sus treinta añitos. Como les digo, pura prehistoria.
Otra acepción del término según el DRAE es la de “papel en el que figura cierta candidatura o dictamen, y con el que se emite el voto en unas elecciones”. Probablemente, dadas las fechas que corren, sea la acepción que más rápidamente habrá acudido a la mente del lector. Por cierto, que ya iría siendo hora de que se cambiasen las cutres cabinas utilizadas en nuestros colegios electorales, así como las mesas en las que las personas que no llevan el sobre bien preparadito desde casa –normalmente, quienes no votan a los partidos que pueden permitirse un buzoneo exhaustivo– han de elegir a la vista de todo el mundo el papel que van a meter en la urna.
Pero no; el significado de papeleta en el que yo estaba pensando no era ninguno de los anteriores, sino otro que también encuentro en el Diccionario: “asunto difícil de resolver”. Porque, en efecto, no hace falta figurar entre esos dudosos de los que siempre hablan las encuestas (uno siempre tuvo el corazón a la izquierda) para que la decisión en el día de las elecciones resulte difícil. Eso sin barajar la posibilidad de la abstención o el voto en blanco, cuya defensa, como en cierta ocasión tuve la osadía de hacer, te puede llevar a la hoguera. Debiera caber la opción de fijarse en los candidatos, no en los partidos, pero, sinceramente, ¿alguien recuerda quiénes fueron nuestros elegidos en los últimos comicios? En el caso de Cáceres, por ejemplo, ¿cuántos pueden dar los nombres de dos o tres de los siete candidatos a los que enviamos a las Cortes en 2004? ¿Por sus obras los conocemos?
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