20 de enero de 2006

Esclavos de su caricatura

COMPRENDO PERFECTAMENTE que a los lectores les importe un pepino dónde cursó el primer año de sus estudios universitarios el firmante de estas líneas, pero he de decirlo para poderes desarrollar mi argumentación: en Salamanca. Con todas las inmensas limitaciones que en los años sesenta sufría, hay que reconocer que la universidad española de entonces gozaba de algunas virtudes que hoy se echan en falta. Entre ellas, la de ser más universal que la actual, entendiendo por tal que en ella no existían aldeanismos, localismos, ni provincianismos como los que hoy se ven en escuelas y facultades. En otras palabras: que tanto en Salamanca, como en Valladolid, Zaragoza, Sevilla, Madrid y muchos otros lugares, el estudiante universitario convivía con gente venida de los cuatro puntos cardinales: catalanes, vascos en gran número, gallegos… Pero no sólo de España, ciertamente, aunque en aquella época la verdad es que de la Europa democrática a pocos se les ocurría venir a nuestro país, pero sí abundaban los estudiantes entonces llamados hispanoamericanos. Eran todos ellos, justo es reconocerlo, miembros de las burguesías, si no de las más poderosas familias, de países como Perú o Costa Rica. En nuestras universidades cursaban estudios preferentemente de medicina. Con irregulares resultados. Había quienes en el menor plazo posible se convertían en magníficos profesionales, que ejercían su trabajo al poco tiempo en sus lugares de origen, pero también abundaban los estudiantes eternos, que repetían curso tras curso, alcanzando edades que incluso superaban la treintena sin haber obtenido el título. Eran, junto con otros especimenes nacionales, los eternos integrantes de tunas y otras asociaciones de las que ahora se llamarían culturales.

Perdonen ustedes la digresión, pues me aleja del motivo de este comentario. Lo que les quería decir es que en cierta ocasión, caminando este su servidor por las bellísimas calles salmantinas, las que tan maravillosamente retrató Martín Patino en Nueve cartas a Berta; caminando, digo, en compañía de un amigo, joven estudiante catalán cuya emprendedora familia tenía un próspero negocio textil en Portugal, sucedió que nos topamos con otro joven, paisano por lo que supe después, de mi buen compañero. Y ambos, ante mi sorpresa, es decir, ante la sorpresa de un supuestamente buen estudiante extremeño, acostumbrado a que sus padres oyeran por las noches casi clandestinamente Radio París y la BBC en lugar del parte de la radio franquista, empezaron a hablar en un idioma desconocido por él. Ahora parecerá increíble, incomprensible, lo que ustedes quieran. Pero en aquella época era perfectamente normal que un estudiante universitario ignorase que había mucha otra gente, incluso entre sus amigos, cuya forma natural de expresarse no utilizaba el castellano.

Digo todo esto porque pienso que una buena parte de quienes componen eso que se ha dado en llamar clase política, con independencia de su color, pues en este asunto de admitir la diversidad entre unos y otros las siglas no tienen mayor importancia, todavía pertenece a esa generación que fue educada en la ignorancia de que hay quienes al nacer no oyen a su madre hablarles en castellano, sino en vasco, en catalán, en gallego… En la ignorancia de que si hay un principio democrático que deba prevalecer sobre cualquier otro es el de dejar a la gente que se organice social, políticamente como le venga en gana. Y sólo esos antecedentes explican, a mi juicio, que se produzcan coincidencias tan sui géneris como la de nuestro incombustible Ibarra, para quien la actual negociación del pronto de Estatuto catalán , es una "operación política nefasta", con destacados miembros del PP, que le piden que interceda ante el Gobierno y la dirección del PSOE para “reconducir” la situación.

En todos los órdenes de la vida, cada cual, según envejecemos, tendemos a parecernos cada vez más a la nuestra propia caricatura. A lo que los demás dicen ver en nosotros. Mucho me temo que algunos dirigentes políticos estén tan pendientes de su caricatura que se les haya agotado toda capacidad creativa. Y si esto fuera cierto, lo mejor que podrían hacer sería dejar paso a quienes aún tienen libertad de pensamiento. A quienes no están continuamente pendientes de repetir una y otra vez la misma cantinela.