18 de octubre de 2012

Emmanuelle en Portugal

NO, no he tenido que esforzarme para recordar cuándo y dónde fue la primera vez que vi (visioné, diría hoy algún tertuliano iletrado) Emmanuelle, la célebre película protagonizada por la bellísima Sylvia Kristel, que acaba de fallecer prematuramente –¿hay quien no lo haga así?– en un hospital de Amsterdam. Fue en el verano de 1974, en Lisboa, en un moderno cine cercano a Marqués de Pombal, acaso en la Rua Castilho. Me acompañaba un amigo que, mientras yo participaba en las mil y una discusiones políticas que se producían cada atardecer en el Rossio, se dedicaba a practicar relaciones… digamos más de índole privada en algún barrio cercano.



Emmanuelle, sí, y Los cuentos inmorales, de Borowczyk, que vista hoy resulta de una cursilería insoportable. Pero también La Confesión (L' Aveu) de Costa-Gavras, la terrible historia de un ministro comunista checoslovaco acusado de traición; o la famosísima La Naranja Mecánica, de Kubrick… Todas ellas eran imposibles de ver en España, donde la censura ensotanada y caqui aún cometía impunemente sus fechorías.

Meses atrás, el 25 de abril, se había producido la Revolución de los Caveles, que dio al traste sin que se pegara un solo tiro con la siniestra dictadura salazarista, entonces encarnada en el fúnebre y triste Marcelo Caetano, una especie de Arias Navarro a la portuguesa que salió por piernas…

Lo sucedido en Portugal, la alegría desbordante que se veía en sus gentes, la ilusión infinita con la que observaban cuanto ocurría a su alrededor (ilusión que, en buena medida, fue desapareciendo al paso de los meses), produjo una emoción también considerable en la España antifranquista –que no era toda España, no nos engañemos–, que veía en las calles lisboetas un avance de lo que, si duda, pronto habría de verse en las de Madrid.

Hoy, casi 40 años después de que aquella bellísima Sylvia Kristel mostrara a los ojos de los viajeros españoles lo que mostrado aquí hubiera sido constitutivo de delito merecedor de prisión (y no hablo en sentido figurado), son otras semejanzas las que acercan a portugueses y españoles. No era mi intención hablar de ellas. No quiero que la mezcla de saudade y melancolía que comparar aquellos días de ilusión con los presentes pueda producir en mí, y en quien me leyera, efectos letales. Mi única pretensión era rememorar unos viejos tiempos que, qué obviedad voy a escribir, nunca más volverán.

¡Disfruta como tú sabes en ese lugar de placeres sin tino al que, sin duda, habrás llegado para quedarte por los siglos de los siglos, querida Sylvia!