Añadía también que la creencia en fetiches no dependía de colores y ponía los ejemplos del diputado Arístegui, habitual portador de una de esas pulseras, y el de la concejala que mostró en un pleno del ayuntamiento de Cáceres la estampita de la virgen que siempre lleva en la cartera. Y concluía expresando mi seguridad en que Rubalcaba, en cambio, no necesita esas tonterías para andar por la vida. Por eso, porque va al grano, su ascenso habría provocado tanto pavor en el PP. Un PP que creía tener grogui al PSOE y de pronto se daba cuenta de que –perdón por la frase manida– aún “queda partido”.
(El alcalde de Valladolid con Ana Botella en una corrida de toros)
En ello estaba cuando, de repente, y confirmando que los nervios se han apoderado de quienes vendían la piel del oso antes de cazarlo, oigo los insultos proferidos por el alcalde de Valladolid contra la ministra Pajín. Sexistas, casposos, impropios no ya de una autoridad pública, sino de alguien mínimamente educado. Y al oír tales improperios, con ese tonillo displicente de quien mira por encima del hombro al que no es de su clase (el personaje es ginecólogo: compadezco a sus pacientes), caigo en la cuenta del riesgo que se corre al criticar al último Zapatero: alguien puede pensar que apoyas a la derecha asilvestrada del alcalde de Valladolid, esa que vocifera a diario en las tabernarias tertulias de la TDT. Y me duelo de que por unas u otras razones un PSOE desdibujado, impregnado de modos de comportamiento ajenos, devoto de Frascuelo y de María, haya puesto el poder al alcance de tal gente. Confiemos en que Rubalcaba les haga, al menos, sudar la camiseta.