Se habrán escrito miles de páginas sobre la guerra de Vietnam, por ejemplo, que tanto supuso para la gente de mi generación, pero es difícil que alguna de ellas ilustre tan claramente sobre lo que fue aquella atrocidad como dos famosas fotografías: la de la niña desnuda de brazos abiertos, huyendo entre alaridos de una explosión de napalm cercana, y la del general sudvietnamita asesinando a un guerrillero, de manos esposadas a la espalda, de un tiro en la sien.
En sentido contrario, a nadie le cabrá duda de que acontecimientos de primer orden son ignorados por los medios de comunicación, precisamente por no existir testimonios gráficos de ellos. Cuántas guerras indocumentadas seguirán causando miles de muertos en lugares recónditos sin que nos enteremos. Cuántas hecatombes de causas naturales producirán destrucción y caos sin que nos lleguen ni siquiera indicios de ello. Mientras, el tobillo inflamado de un célebre futbolista ocupará las portadas de los periódicos y el estrafalario vestido de un modisto o los besos de una pareja de actores llenarán las pantallas de las televisiones.
No descubro nada nuevo, ya lo sé, pero no creo que existan palabras que puedan superar el efecto aleccionante de unas buenas imágenes. Ni tampoco evitar –y esto es mucho peor– el adormecedor de conciencias de su ausencia.