AUNQUE la gente de mi generación –que no es la del 98, pero casi– haga tiempo que peine canas, nunca había oído hablar tanto como ahora de asuntos económicos. Y no porque esa generación, al igual que nuestro país, no haya atravesado por momentos difíciles, sino porque jamás la profusión de informaciones, la avalancha de opiniones sobre lo que se debe y no debe hacer para salir de atolladeros como el actual, habían sido tan abundantes. Hablamos hoy con tal desparpajo de deuda pública, de producto interior bruto, de euribor y tantas otras cosas semejantes, que bien pareciera que todos somos economistas... Pobres economistas, por cierto, atrapados en la contradicción entre lo que su ciencia les enseña que habría que hacer y lo que la avaricia humana –eso que se ha dado en llamar los mercados– impone.
Si, reconocida mi ignorancia en ese campo, me preguntaran qué llama más mi atención de las reacciones ante las medidas del Gobierno para sanear las cuentas públicas, mencionaría ciertos argumentos contra la subida de impuestos. Ya saben ustedes: “Lo único que se logrará haciendo pagar más a quienes tienen grandes patrimonios es que se los lleven a paraísos fiscales”, dicen algunos. O, también, con respecto a los impuestos indirectos: “su subida provocará un incremento de la economía sumergida; el con IVA o sin IVA se generalizará”, nos cuentan, aparentando ignorar que en muchos países europeos los tipos impositivos son mayores que en el nuestro y no por ello se engaña al erario.
Puede estarse de acuerdo en que la subida de impuestos no es una panacea, pero sería bueno que quienes se quejan de ella reclamaran más lucha contra el fraude fiscal. Porque no basta con usar bases de datos en las que los contribuyentes que ya están en ellas salen en rojo cada vez que por un mísero euro no cuadran sus declaraciones. Habría que esforzarse en descubrir evasores y sumergidos. Aunque solo fuera mirando entre quienes anuncian, fariseos, la posibilidad de que tan dañina especie siga creciendo.