MIENTRAS QUE HAY ASUNTOS de carácter político general de los que cualquier hijo de vecino, como quien suscribe, puede opinar con total libertad, pues para ello no se requieren especiales conocimientos técnicos, existen en cambio otras cuestiones de las que resulta más arriesgado hablar si no se manejan los recursos científicos o técnicos adecuados. ¿Cómo opinar un profano sobre, por ejemplo, la política de trasvases de agua del Ejecutivo o sobre los fondos dedicados a investigación sobre células madre? En esos casos, creo yo, hay que confiar en la buena voluntad de los gobernantes y en la pericia de los profesionales responsables de esas tareas.
Hay sin embargo otros campos en los que se mezclan a partes iguales las razones de carácter científico y las puramente políticas, derivadas de la voluntad de quienes han de tomar decisiones. Y a mi modesto entender un terreno en el que eso se manifiesta de forma más evidente es en el terreno fiscal, en el de los impuestos que pagamos todos los ciudadanos. Si debiera existir una normativa que no estuviera sujeta a los vaivenes políticos del momento, que infundiera a los ciudadanos mayor seguridad de su buena fundamentación y de su vigencia durante períodos de tiempos más razonables, esa sería la fiscal. Creo que decirlo en estas fechas, en las quien más quien menos se halla enfrascado con su declaración de la renta, resulta oportuno.
¿Se contribuye a infundir la responsabilidad fiscal entre la gente cuando, por ejemplo, en ciertas comunidades autónomas rige un impuesto como el de sucesiones y donaciones que en otras ha desaparecido? Ahora se anuncia para el próximo ejercicio la desaparición del Impuesto sobre el Patrimonio que, contra lo que pudiera parecer, afecta a un millón de españoles. ¿Con qué fuerza moral se puede exigir que se haga hoy una declaración que mañana no habrá que hacer y cuando pocos años atrás el PSOE pretendía potenciar tal impuesto? ¿No sería deseable una mayor seguridad en la vigencia este tipo de leyes?
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