HA SIDO TAN MANIFIESTA la intención totalitaria de los obispos, expresada en su reciente mitin en Madrid, que pocos negarán su propósito de intervenir en la vida de todos los ciudadanos, seamos católicos o no. Estamos de nuevo ante la vieja España martillo de herejes. Con la cruz o, en su defecto, con la espada.
Pero hay dos aspectos relacionados con la postura de los reverendos que convendría resaltar para evitar equívocos. El primero, que las críticas que las manifestaciones políticas de Rouco y compañía están provocando no debieran hacer pensar a los creyentes de buena fe, si se permite el juego de palabras, que alguien pretenda menoscabar sus derechos. Quienes defendemos la necesidad de un Estado realmente aconfesional no queremos que se restrinjan derechos a nadie, sino justamente lo contrario: que se extiendan. A ningún católico se le obliga a divorciarse (aunque cada vez sean más los que lo hagan), a ningún creyente homosexual se le impide permanecer célibe, etcétera. Es tan evidente eso que sonroja tener que escribirlo.
Lo segundo que conviene subrayar es la postura del Ejecutivo de Zapatero, plagada de gestos que, más que conciliadores con quienes le atacan, denotan una actitud de dependencia hacia ellos que debiera tener un coste electoral. Los ejemplos son muchos: incremento del porcentaje del impuesto sobre la renta destinado al mantenimiento de la Iglesia católica (algún día habrá que recordar cómo la célebre casilla, de una u otra forma, la marcamos todos los contribuyentes), cobardía a la hora de legislar sobre el aborto, incumpliendo promesas electorales, presencia reiterada de autoridades civiles en ceremonias religiosas, adoctrinamiento católico, pagado por todos, en la enseñanza pública, muestras de respeto rayanas en sumisión en las visitas al Vaticano de la vicepresidenta del Gobierno...
Es decepcionante el comportamiento del PSOE. Parece mentira que aún ignore, como ha recordado Llamazares, los peligros que para los ojos entrañan ciertas prácticas.
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