DECÍAMOS RECIENTEMENTE aquí mismo que los análisis publicados después de que el Informe PISA 2006 viera la luz resaltaban el hecho de que a la hora de mejorar un sistema educativo, mucho más importantes que el presupuesto que se dedicara a este fin –aun sin negarle trascendencia- eran la calidad y la forma de selección de los profesores. Es un tema difícil de plantear, pues a veces los intereses gremiales priman sobre los generales, pero cuando se ha ejercido la docencia durante cerca de cuarenta años (por no hablar de aquellos en que se fue alumno) las cosas pueden verse con cierta libertad de criterio. No exenta, faltaba más, de la posibilidad de error.
Según mi modesta opinión son dos las condiciones inexcusables para que alguien pueda convertirse en un buen profesor. La primera, la de disponer de un suficiente bagaje científico. No se trata, desde luego, de que para explicar física en un instituto haya que figurar entre los candidatos al premio Nobel de dicha especialidad, pero tampoco es lógico que un veterinario, dicho sea sin ironía, pueda impartir clases de latín. Y legalmente es posible. Oposiciones hay en que se valora más recitar aspectos triviales de la última ley educativa que haber obtenido premio extraordinario en la licenciatura. Por no hablar de méritos tan pintorescos como los de conocer “la realidad educativa extremeña”.
La segunda condición se refiere a la capacidad de comunicación exigible en quien quiera trasladar conocimientos y actitudes a los chicos. No se trata de ser colega de ellos, pero sí de ser capaz de estimular su interés, de hacerles las clases atractivas, sin menoscabo de su seriedad; de ser acreedor de su respeto. Los responsables educativos debieran reflexionar sobre si los vigentes métodos de selección del profesorado (por no mencionar su inexistente evaluación) son los más adecuados, incluyendo en la reflexión la forma en que se constituyen los tribunales de oposiciones. Y debieran hacerlo libremente, sin aceptar presiones corporativas.
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