30 de abril de 2011

La contaminación: gran invento

RESULTA verdaderamente asombrosa la capacidad de políticos y medios de comunicación para acuñar nuevos términos lingüísticos o para dotar a algunos ya existentes de un significado previamente desconocido por el común de los mortales. Las personas corrientes, como usted o como yo, amable lector, carecemos de ese talento y, en nuestra vulgaridad, seguimos llamando pan al pan y vino al vino. Así nos luce el pelo.

Reparé en ello tras oír en una emisora de radio que las investigaciones policiales habían detectado la existencia de numerosos contaminados en las listas electorales de Bildu, la coalición que pretende recoger los votos de la izquierda nacionalista vasca. No era la primera vez que esa nueva figura ¿penal? ocupaba titulares: días atrás un periódico ya había difundido que «Interior tiene una base de datos con 50.000 candidatos abertzales contaminados». Tratándose de un periódico más bien tendencioso no di mayor trascendencia al asunto. Luego, atribuido el mismo ingenioso adjetivo por voces más equilibradas, el asunto empezó a mosquearme. ¿Contaminados? ¿50.000?


Porque, claro: ¿qué se entenderá por estar contaminado? ¿Haberse proclamado independentista en alguna reunión de vecinos? ¿Ser primo, tío, vecino, novio, compañero de trabajo de uno de los herejes ya detectados? ¿Haber saludado a alguno de ellos en el ascensor, tomado el mismo autobús, ido a ver al Athletic con ellos? ¿Quizás haber cantado a su lado en el Orfeón Donostiarra? Lo digo más que nada porque, ampliando un poco la lista, hasta podría prescindirse de las elecciones...

Algún lector pensará que exagero, que impugnadas ya por la Fiscalía y la Abogacía del Estado todas las candidaturas contaminadas (casi 300), será finalmente la Justicia quien dictamine, como querían Trillo y Rubalcaba, tan amigos ahora. La Justicia. Independiente, como todo el mundo sabe. Cuyos más altos servidores no ocupan su cargo en virtud de adscripción política alguna, sino de sus méritos profesionales. El poder del Estado que experimentó la más profunda reforma democrática tras la dictadura; el que dejó de ser lo que hace años dijera un alcalde andaluz, caído desde entonces en desgracia.

Vale, puede que esté equivocado. En tal caso no habrá razones para la inquietud. Contaminado que se detecte, fuera. Carente de certificado de pureza que se descubra, a la calle. O al gueto. Todo sea en favor de la democracia.

16 de abril de 2011

El escudo es lo de menos

PROBABLEMENTE haya sido fruto de la casualidad, pero tiene una triste gracia que justamente en el día en que se conmemoraba la proclamación, hace ochenta años, de la Segunda República Española, apareciera como noticia destacada en la prensa regional el coste que ha supuesto la retirada en Cáceres, cumpliendo la legalidad vigente, de un escudo franquista que aún permanecía en unas dependencias públicas. Y no en unas dependencias públicas cualesquiera: en las del Tribunal Superior de Justicia de Extremadura. Conscientes quienes dicen escandalizarse por el coste de la operación de la endeblez de sus argumentos en favor del símbolo de un régimen impuesto por las armas, ¿protestarán también por los más de cuarenta mil euros con los que el Ayuntamiento de Cáceres va a sufragar a ciertas entidades de carácter privado para que organicen sus festejos durante la próxima semana?


No se trata del coste de desmontar un emblema anacrónico, por supuesto. Se trata de que estamos viviendo la mayor involución política desde hace décadas, patente adonde quiera que miremos. Ciertos medios, perdido todo recato, tergiversan cualquier información con tal de adaptarla a sus intereses. Descuiden que les asome el rubor si hay que afirmar, por ejemplo, que la reciente excarcelación de alguien que ha pasado 31 años en prisión constituye una evidencia de la negociación entre el Gobierno y ETA. Y si para difamar hay que aprovechar el cumplimento de una ley aprobada en el parlamento, como la de la Memoria Histórica, se aprovecha. Sin vergüenza.

Porque, volviendo al asunto del escudo, tampoco se trata de preservar una pieza de un valor artístico inconmensurable. Se trata de hacer pasar por inocuos los símbolos de un sistema político totalitario al que algunos añoran. Se trata de que, por mucho que sus carteles electorales muestren en estos días rostros juveniles, aún abundan en cierto partido (y en sus proximidades) quienes miran cada noche al Pardo en busca de la famosa lucecita. Sí, aquella con cuya mención se emocionaba Arias Navarro, el último presidente del Gobierno no democrático. Si algún lector –feliz él– no sabe a qué me refiero que busque en Internet el vídeo. O que escriba pidiéndolo a la calle Génova. Se lo mandarán gustosos.

9 de abril de 2011

Las elecciones no son cosa de dos

RESULTA curioso (bueno, más que curioso, preocupante) que los dos grandes partidos españoles, PP y PSOE, que tanto encono ponen en sus enfrentamientos en público, coincidan en privado, en una especie de matrimonio de conveniencia, cuando se trata de aprobar medidas que los beneficien exclusivamente a ellos. Les importa poco incluso sortear principios democráticos que cabría suponer inviolables. Un ejemplo de lo que digo lo constituye la reciente modificación de la Ley Electoral, que obliga a las cadenas de televisión, públicas o privadas, a dedicar a los partidos que acudan a las elecciones un tiempo –lo que se ha dado en llamar cuota de pantalla– estrictamente proporcional a los escaños obtenidos por cada uno de ellos en las últimas elecciones.


Así, en la campaña electoral del próximo mes de mayo, el tiempo asignado en las televisiones a las diferentes candidaturas dependerá de los resultados obtenidos en 2007. Importará poco que el candidato de un partido minoritario protagonice una noticia de alcance universal: con unos segundos en pantalla irá que chuta. Pero, eso sí, la visita a una aldea perdida de Rajoy o Zapatero o, aquí, la penúltima acusación sin pruebas de Monago o el último desayuno madrileño de Vara ocuparán media hora en todos los noticiarios. Para mayor inri, las imágenes que se ofrecerán de mítines y otros actos públicos no serán las tomadas por los diferentes medios, sino las proporcionadas por los gabinetes de comunicación de cada partido. Lo que debiera ser información se convierte, así, en propaganda, y lo que debiera constituir cauce de pluralismo y participación se transforma en vía de uso exclusivo de los dos grandes partidos. No es de extrañar que tamaño disparate haya levantado protestas entre muchos periodistas, que, incluso en el país de las ruedas de prensa sin preguntas, consideran que esta norma supone una grave limitación a la libertad de información.

En Extremadura puede darse el caso, como ocurre cuando escribo estas líneas, de que se hable de hasta ocho posibles debates electorales y solo se informe de lo que opinan Vara y Monago al respecto. ¿Acaso solo existen dos colores en el paisaje político regional? ¿Han vuelto los tiempos de liberales y conservadores, coincidentes en lo fundamental y solo diferentes en lo accesorio? Algunos parecen empeñados en que así sea.

2 de abril de 2011

Vuelve la derecha, la genuina

SIENDO CIERTO, como dijera Manrique y se encarga de recordarme a menudo un asiduo lector de esta columna, que «todo se torna graveza cuando llega el arrabal de senectud», no lo es menos que el paso de los años otorga al ojo humano referencias imposibles cuando se es joven. Ello permite comprobar, por ejemplo, cómo la derecha española más troglodita ha recuperado comportamientos que se vio forzada a abandonar décadas atrás.

Quienes peinamos canas (o ni siquiera eso) sabemos que, a la muerte del dictador, quienes gustaban de acudir a la plaza de Oriente para aclamarlo hubieron de maquillar su apariencia. Muchos de ellos, los más osados, incluso renunciaron públicamente a Satanás y sus pompas. Los símbolos sagrados de aquel régimen: el yugo, las flechas, los palios bajo los cuales entraba el Caudillo en las iglesias, fueron guardados en los armarios. Era época de reformas, de democracia, de adaptación a los nuevos tiempos y aunque algunos, como los del «¡se sienten, coño!», se resistieron al cambio, fueron los menos.


Esos días de maquillaje ya han pasado. Hoy, si no se ha limpiado el televisor de basura, si no se vence la tentación de leer cierta prensa, de escuchar algunas radios, podemos encontrarnos de nuevo con comportamientos que parecen sacados de la noche de los tiempos: Infundios contra quien no comulga con sus ruedas de molino, acusaciones de conjuras imposibles, presiones para imponer a todo hijo de vecino idearios y creencias –¿qué me dicen de la propuesta de dar un nombre religioso al nuevo hospital de Cáceres?–... Toda desmesura es posible.

Se los ve pletóricos, sabiendo que la presa está cerca, que el mordisco a la yugular es inminente. No guardan las formas, les trae al pairo que se note su salivación incontrolable.

El mayor reproche que algunos hacemos a los dirigentes del PSOE es que con su política de bandazos y cesiones (cuando no seguidismo, como ocurre con la ilegalización de la izquierda aberzale) hayan puesto el poder en bandeja a esta derecha, la más recalcitrante del planeta. Tan devotos como muchos de ellos se han mostrado en los últimos tiempos –los dirigentes del PSOE, digo–, los veremos correr en los próximos días para presidir las procesiones que se avecinan. Que corran. Será la última vez que llevarán andas que otros llevan mucho mejor que ellos.