26 de marzo de 2011

Seguridad jurídica maltrecha

SI UNO VIVIERA en un país en que rigiera el principio de seguridad jurídica, que garantiza «que puede conocerse lo prohibido, lo mandado y lo permitido por el poder público», se sorprendería de algunas cosas. Se sorprendería, por ejemplo, de que el plan de urbanismo de cierta ciudad pudiera retorcerse una y otra vez, hasta que, adaptado a intereses particulares, solares reservados a usos públicos pudieran dedicarse a otros fines, ad maiorem Dei –y no solo de él– gloriam.

Se sorprendería también de que si el máximo tribunal estatal declarase contraria a la ley la urbanización turística construida en una zona declarada como no edificable, un peculiar parlamento regional, con solo dos partidos en amor y compaña, acordara a posteriori una modificación legal que excluyera dicha zona de las que no pueden urbanizarse.

Si uno creyera vivir en un país en que rigiese el principio de legalidad le resultaría inconcebible que tras haber sido declarada ilegal la construcción de nueve tramos de cierta autovía de su capital, la presidenta de la correspondiente comunidad declarase que la sentencia constituye una decisión «irrelevante» y que la obra continuará siempre que la economía lo permita.


Si uno creyera en esa y otras cosas igualmente pasadas de moda, se sorprendería de que un gobierno pidiera autorización parlamentaria para participar en una guerra varios días después de enviar a ella bombarderos y navíos y al poco de que el presidente de ese Gobierno, junto al jefe de Estado, agasajara a quien ahora bombardea. Como igualmente se sorprendería de que un importante tribunal de justicia, cuyo equilibrio ideológico no se permitiría cuestionar –otra cosa sería su composición: dieciséis hombres y ninguna mujer– ilegalizara una organización política que, satisfechas las exigencias que se le hubieran impuesto para ser reconocida, viera colocadas sucesivas vallas en su camino hasta que tropezara en alguna.

Pero, claro, si uno creyera en todo eso, si pensara que su país es un lugar donde rige el principio de seguridad jurídica, donde el imperio de la ley es una realidad y no un sueño, entonces puede que uno fuera sueco. O japonés. Lo que no sería es español.

19 de marzo de 2011

Ni Mister Marshall ni Juan Palomo

HE SEGUIDO, con una mezcla de sorpresa y preocupación, la polémica sobre el nombramiento de un nuevo jefe de servicio en el hospital San Pedro de Alcántara de Cáceres. No estoy al corriente de los entresijos del asunto, hecho público por la carta enviada a este diario por la esposa de un médico que optó, sin éxito, a dicho puesto, por lo que me abstendré de entrar en el fondo de la discusión (la idoneidad o no del elegido), pero me gustaría opinar sobre aspectos de la misma que los ciudadanos tenemos derecho a enjuiciar. Y no me refiero a la sorpresa, como antes decía, originada al saber de las guerras intestinas que se desarrollan en servicios en que debieran reinar la colaboración y el compañerismo; ni tampoco a la preocupación que produce sospechar que no sean razones profesionales, sino basadas en fobias y filias, las que subyazcan en situaciones como la que comento.


Mi experiencia de casi 40 años como funcionario en el sistema educativo, que junto al sanitario constituye los pilares de una sociedad avanzada, me ha permitido vivir circunstancias en cierto modo semejantes a la que se viven en el hospital cacereño y por ello me consta que aunque buscar alguien ajeno a un servicio público para optimizarlo pueda tener connotaciones berlanguianas, no debiera descartarse por principio. En países que no tienen nada que envidiarnos los responsables de ciertas instituciones no pueden proceder de ellas, con el objeto de garantizar su independencia y objetividad. Pero, además, tan provinciano como esperar que los profesionales de fuera sean mejores que los de casa lo es atribuir a éstos un nivel inigualable. No parecen muy sostenibles tales planteamientos autárquicos en los tiempos que corren, caracterizados por la globalización y la supresión de barreras. La endogamia es un mal de perniciosos efectos.

En cuanto a las formas en que la polémica se ha venido desarrollando, quien haya leído los textos entrecruzados tendrá ya una opinión formada. Permítaseme añadir, tan solo, que desahogos y modos de expresión que en ciudadanos particulares resultan justificables, lo son menos en quienes ocupan cargos públicos, cuyo sueldo incluye la aceptación sin perder los modales de las críticas. Las instituciones no tienen un honor que pueda ser dañado; las personas, sí.

12 de marzo de 2011

Protesta femenina en la Complutense

ME ESFUERZO por comprender los comportamientos de la Iglesia Católica. De su jerarquía, más bien, porque no quiero confundir a los honrados fieles que abrazan esa religión por causas culturales o de tradición con los dirigentes de una organización que a menudo nos recuerda otras de fines más bien poco espirituales.

Es cierto que a veces el esfuerzo resulta arduo. Como cuando se intenta asimilar que quienes relegan a la mujer a un papel secundario en su seno proclamen la semejanza de todos los seres humanos a los ojos de Dios. He visto a muchas monjas sirvientas de curas; nunca he sabido de sacerdote alguno en el servicio doméstico de un convento femenino.

He procurado entender que los obispos se opongan al divorcio. Ellos, que por decisión libre y soberana han decidido permanecer célibes por los siglos de los siglos. He procurado entenderlo. Como lo he hecho con su postura en contra de que la mujer, cualesquiera que sean las circunstancias, pueda interrumpir su embarazo. Lo he hecho, pese a que ellos jamás podrán hallarse en semejante situación.

También he intentando ser comprensivo con su postura en contra (siempre en contra de algo) de la unión entre personas del mismo sexo, como si no tuviesen bien cercanos ejemplos de procederes no homófobos precisamente.


No me he cansado de admitir que pueda asistirles algún tipo de razón, ignota para mí, cuando pretenden que en colegios e institutos la religión tenga igual carácter obligatorio que las matemáticas, y he comprendido su desazón al ver que cada vez hay menos bautizos en España y que el número de matrimonios civiles supera el de religiosos.

Lo que no entiendo es que tras la protesta femenina de hace dos días en una capilla de la Universidad Complutense contra la posturas misóginas de la jerarquía eclesiástica, los señores obispos hablen de «atentado a la libertad de culto y profanación de un lugar sagrado». No lo entiendo, porque, ¿hubiera sido posible esa protesta si no existiera una capilla católica en un centro universitario estatal? ¿Qué pinta en una institución como la universidad un lugar reservado al culto? ¿Lo mismo que, para no eludir lo cercano, el Servicio de Asistencia Religiosa en la Universidad de Extremadura, sufragado con fondos públicos por todos, fieles y paganos? Se quejarán encima...

5 de marzo de 2011

Si no por hache, que sea por be

SE HA HABLADO tanto en los últimos días del asunto de la disminución de la velocidad en autovías y autopistas que el lector estará harto de él. Intentaré, sin embargo, resaltar un aspecto de la polémica que acaso haya pasado desapercibido. Parto de que no soy ingeniero del ramo ni trabajo en el ministerio de Industria, por lo que carezco de base para refutar que la limitación de la velocidad vaya a producir un notable ahorro en la factura del petróleo. No soy ingeniero, digo, pero me resulta extraño que en Holanda, donde también pagarán caro el combustible, se haya acordado justamente lo contrario que aquí: incrementar hasta 130 km/h, no disminuir, la máxima velocidad permitida. Parece que otros países harán lo propio enseguida.

Tampoco soy experto en seguridad vial, luego me cuidaré de opinar sobre si la reducción de marras redundará en una disminución del número de accidentes y, por consiguiente, del número de víctimas, que siempre serán muchas, desgraciadamente. Es éste un razonamiento, en todo caso, que hay que manejar con cuidado pues, llevado a su extremo, conduciría a prohibir que se cogiera el coche como forma infalible de evitar los percances asociados a su uso. Dado el gusto por el ordeno y mando del actual padre prefecto, digo director general, de Tráfico, siempre echándonos la regañina, no seré yo quien descarte por completo esa posibilidad.


Pero, como digo, no son las razones relacionadas con el ahorro energético ni con la seguridad en las carreteras sobre las que tengo opinión formada. Lo que me parece inadmisible es que inicialmente se adujeran como motivos para disminuir la velocidad los relativos al ahorro energético y solo cuando se comprobó el rechazo provocado en la opinión pública por esa decisión se mencionara la seguridad vial. ¿Es respetuosa con la gente esta forma de proceder? ¿No supone eso proporcionar más madera a quienes critican la continuas improvisaciones del Ejecutivo?

Mucho me temo que la norma que entra en vigor el próximo lunes haya sido una decisión precipitada, solo comprensible a la vista del desconcierto reinante, y sin que unos estudios rigurosos ni, mucho menos, un debate parlamentario la hayan aconsejado. Son tantas las torpezas de este tipo que viene cometiendo en los últimos meses el Gobierno que pienso que los quintacolumnistas del PP en La Moncloa, sin duda numerosos, están ganándose el sueldo a pulso.